Voces del pasado: discurso de Adolfo Araujo sobre libertad religiosa

"El Cristianismo, que bajo la férrea envoltura de la Teología, la disciplina y la jerarquía romana pareció enemigo de todo progreso, no solamente no se oponía a lo que era justo y noble y grande en el progreso humano, sino que lo promovía y lo adelantaba", aseguró Araujo.

11 DE JULIO DE 2018 · 08:00

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La semana pasada escribí sobre un evento evangélico que tuvo lugar el 11 de marzo de 1910 en Madrid, siendo rey Alfonso XIII y presidente del gobierno José Canalejas.

En el teatro Barbieri, tres conocidos pastores pronunciaron discursos sobre libertad religiosa. Ya ofrecí el pronunciado por Francisco Oviedo. Aquí añado el de Adolfo Araujo, quien dijo:

“Señoras, señores. Acepto vuestros aplausos, no para mí, que yo no valgo nada, sino para la causa que aquí nos trae. Es un motivo de satisfacción para una persona de tan modestas facultades como las mías, que hayáis venido aquí, no atraídos por el anuncio de oradores de fácil y elocuente palabra, sino por la importancia que, sin duda, todos vosotros habéis dado al objeto de nuestra reunión.

Esto, en parte, nos descarga, y en parte nos obliga. Nos descarga el empeño, que sería por mi parte necio, de pretender agradaros con frases elegantes y hermosas; y nos obliga a hablaros, en cambio, el lenguaje de la lealtad y de la franqueza. Yo creo que todos vosotros nos perdonaréis que os hablemos mal, si os hablamos la verdad.

(Aplausos).

Decía un insigne pensador en este mismo sitio, y no hace mucho tiempo, D. Rafael Salillas, que el vicio capital de nuestra raza era la falta de sinceridad, y que si queremos regenerarnos social y políticamente era preciso que adoptásemos la costumbre de hablar siempre y en todos casos la verdad. Nosotros, conforme con esta norma tan sabia, como ha dicho muy bien nuestro Presidente, os hemos llamado aquí, no usando un nombre más o menos vistoso de “amigos del progreso”, “amigos de la libertad”, sino nuestro nombre colectivo de “protestantes”, aunque sabemos que alrededor de ese nombre ha formado el clero romano un ambiente de repugnancia, un ambiente de aversión y de odio del cual no todos saben sustraerse. Estamos muy obligados a vosotros que os habéis librado de estos prejuicios, que os habéis elevado sobre esa atmósfera de injusticia, y venís a estrechar nuestras manos, y decir: queremos para vosotros, para nosotros y para todos los españoles, la libertad de cultos.

No hemos venido aquí a hacer prosélitos para nuestras ideas religiosas, aunque no sería un innoble deseo; pero habéis de permitirme que haga algunos recuerdos históricos que os muestren nuestro lugar en el campo del pensamiento religioso y os expliquen nuestra actitud en cuanto al problema que nos ocupa en esta noche. Somos los hijos de la Reforma, de aquel gran movimiento que se separó de la Iglesia de Roma, en el siglo XVI, las naciones que hoy marchan a la cabeza de la civilización. Como sabéis, este movimiento tuvo, como no podía menos, aspectos políticos; pero en su fondo fue un movimiento religioso. Los Reformadores leyeron un libro, un libro del cual vosotros podéis pensar lo que queráis, pero un libro cuya importancia nadie negará, la Biblia, y en la Biblia encontraron, sí, la figura de Cristo, noble, hermosa, grande, y su autoridad sobre las conciencias que le aceptan, pero no la figura del Papa y su autoridad sobre las almas y los cuerpos de fieles e infieles; encontraron el perdón amplio, generoso, que Dios da al arrepentido, no las indulgencias que Tetzel vendía por las calles y plazas de las ciudades alemanas; encontraron un culto sincero, sencillo, en el idioma del pueblo, no una serie de ritos misteriosos en lengua desconocida; encontraron unos ministros del Evangelio casados, no una clerecía celibataria que no podía mostrar al mundo el ejemplo de un hogar cristiano; y encontraron allí una Iglesia pura, una Iglesia benigna, tolerante, una Iglesia dispuesta a propagar el Evangelio por todo el mundo, aunque sufriese y aunque muriese, no una Iglesia despótica, con una jerarquía férrea, con instintos de dominación, con sed de lujo, como ellos vieron que era la Iglesia de los Papas.

(Muy bien, grandes aplausos).

El problema para los reformadores, hombres de conciencia enérgica, hombres que amaban la Iglesia en que habían nacido y que suspiraban por verla volver sus ojos a aquella edad de oro, a aquellos tiempos de pureza, el problema, digo, para ellos era éste: o la Iglesia vuelve al Evangelio, o nos quedamos nosotros con el Evangelio aunque sea fuera de la Iglesia. ¿Qué digo, fuera de la Iglesia? Ellos no dijeron eso. Saldremos, sí, de la Iglesia de Roma, pero no de la Iglesia: dónde está Cristo, allí está la Iglesia.

Entonces ocurrió un fenómeno muy curioso. El Cristianismo, que bajo la férrea envoltura de la Teología, la disciplina y la jerarquía romana pareció enemigo de todo progreso, de toda libertad, libre de esa envoltura, sacado al ambiente popular y a la luz del día, no solamente no se oponía a lo que era justo y noble y grande en el progreso humano, sino que lo promovía y lo adelantaba. Así vemos que las naciones que lo adoptaron marchan hoy a la cabeza de la civilización, y os voy a citar unos cuantos ejemplos de cómo esta idea de reforma les ha ayudado a resolver grandes problemas.

En Alemania el primer problema que se tocó después del problema religioso, fue el problema de la escuela: Alemania es hoy la nación más sabia del mundo. Los norteamericanos estaban enfrente de aquel magno problema racial de los blancos y los negros, un problema verdaderamente difícil, que tenía consecuencias en el orden económico y en todos los órdenes de la vida; y fue el Norte puritano, el Norte evangélico, el que se sobrepuso al Sur, y no hubo ya esclavos en aquella tierra de libertad. Y en Inglaterra recientemente se han dado dos ejemplos de cómo los ideales evangélicos ayudan a resolver los problemas más difíciles. Allí está ya instaurada la ley de pensiones para los obreros ancianos, por la cual todo obrero que ha trabajado y ha contribuido años y años a la prosperidad de la patria, no se muere al fin de hambre, ni tiene que ir al asilo, sino que en su propia casa, como un ciudadano noble y honrado, recibe del Estado su pan cotidiano.

(Grandes aplausos)

Después de esto, se proyecta en Inglaterra la reforma tributaria, una medida tan radical, tan avanzada, que parece revolucionaria, que abre nuevos cauces a la economía social, no sólo para Inglaterra sino para otras naciones: estas dos obras son la iniciativa y la labor de un hombre verdaderamente moderno, el ministro de Hacienda, Lloyd George, y este hombre es un protestante.

(Muy bien).

Me parece oír lo que otros dirán: ya están aquí los protestantes cantando las glorias del extranjero; ya están aquí los protestantes mirando hacia fuera y no comprendiendo, como dicen nuestros adversarios, que España, o no será España, o será católico-romana. Yo empezaré a rebatir este argumento, citando lo que España ha sido en otros tiempos.

En el siglo XVI, las ideas de la Reforma fueron acogidas en España, con calor. Médicos, abogados, señoras de la más alta nobleza, monjas en los más aristocráticos conventos, clérigos de nota y de fama en aquellos tiempos, personas de las más cultas profesiones, artífices prósperos y gente también del estado llano, aceptaron gozosos las ideas de la Reforma y se pusieron a propagarlas en secreto por temor a la Santa Inquisición. La Inquisición encontró los lugares donde los reformados se reunían, y a sangre y fuego, usando medios que ponen el espanto y la indignación en todo pecho honrado, exterminó aquella semilla de progreso. ¿Son o no españoles los nombres que voy ahora a leer de entre los mártires de aquellos tiempos?

Dr. Cristóbal de Losada, médico.

D. Francisco de Vivero, clérigo.

Dña. Isabel de Baena.

D. Cristóbal de Ocampo, gran prior de la Orden de San Juan.

D. Antonio Herrezuelo, abogado.

Fray Domingo de Rojas, hijo de los Marqueses de Pozas.

Dña. Mercedes de Guevara.

 

Anuncio de un libro de Araujo, publicado el 11 de enero de 1938 en La Vanguardia. / Memoria protestante

Pues éstos murieron en la hoguera por confesar su fe reformada, sin aceptar medio alguno que los librase de los sufrimientos del fuego, y por estos nombres para nosotros gloriosos, aunque cubiertos de ignominia por la intransigencia romana, por este aire que nosotros respiramos y que oyó sus lamentos, por este suelo que pisamos en el cual fueron desparramadas sus cenizas, y porque somos sus hijos, sus descendientes espirituales, nosotros proclamamos que somos españoles entre españoles en esta patria nuestra, y defenderemos nuestro españolismo contra todos los que injustamente nos lo quieran arrebatar.

(Aplausos).

No hay nada en nuestras creencias religiosas que entibie nuestro amor a la patria; nosotros nos gloriamos en lo que es glorioso de su Historia, aunque no necesitemos para ello creer que el Apóstol Santiago apareció montado en un caballo blanco matando moros en la batalla de Clavijo, batalla que nunca se dio.

(Aplausos).

Estamos orgullosos del genio de nuestra raza, genio grande, genio noble, y por lo mismo nos duele verlo bastardeado.

Si la religiosidad romana se aviene a que España esté representada por estos cuatro emblemas: la guitarra, la navaja, el escapulario y el billete de lotería, nosotros no nos resignamos ni nos resignaremos nunca a ello. Eso no es España, no lo será. No es preciso tener por tipos castizamente españoles al fraile, al torero, al mendigo y al analfabeto. No representan nuestra verdadera fisonomía nacional; son la roña con que la han cubierto siglos de incultura y fanatismo; ¡agua y jabón!, y reaparecerán los hermosos rasgos que han hecho de nuestra raza una de las mejores del mundo.

(Grandes aplausos).

Como españoles y como protestantes pedimos la libertad de cultos. Si me preguntáis por qué, os responderé con dos palabras sencillas y rudas, pero verdaderas: porque la necesitamos.

Ya sabemos, queridos amigos que habéis venido aquí de otros campos del pensamiento, ya sabemos que la queréis también, ya sabemos que suspiráis por ella, pero dejadnos decir ahora que nosotros la necesitamos; que los hijos de nuestros correligionarios en los pueblos han tenido que aprender a la fuerza la religión católica, por no dejar de aprender a leer en la escuela pública; dejadnos decir que nuestros soldados han sufrido meses de cárcel por negarse a practicar actos del culto católico; dejadnos decir que tantas han sido las dilaciones y molestias y gastos anejos a nuestros matrimonios, que ha sido una heroicidad casarse por lo civil; dejadnos decir que nuestros enfermos en los hospitales han sufrido lo indecible por negarse (bravos) a las pretensiones de beatas y clérigos, cuando otra cosa muy diferente demandaba su estado de enfermedad; dejadnos decir que nuestros muertos han estado insepultos días y días o han sido enterrados sin el decoro que la muerte merece. Y todo esto es parte de lo que hemos sufrido y parte de lo que estamos sufriendo cada día, no siempre por culpa de los funcionarios públicos, sino por defectos de la ley, que es así, que la acatamos mientras es ley, pero que la queremos reformar. Y aparte de esto que es oficial, y que es de la ley, a la sombra de esa mal llamada tolerancia religiosa, a la sombra del precepto que dice que nadie será molestado por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su culto, ¡cuántas restricciones, cuántas limitaciones, y vejámenes, y atropellos! En la esfera privada, a la sombra de esa tolerancia, muchos se ha creído con derecho a matar de hambre a nuestros amigos si seguían en sus ideas, hasta el punto que yo no sé qué es más cruel, si el tormento y la hoguera de que se ha valido la Inquisición en tiempos pasados, o este asedio diario de la persecución, de la calumnia y del hambre que han realizado ciertos elementos de nuestro país.

Algunos dirán, y estos protestantes ¿por qué no han salido antes a decírnoslo? Yo tengo que hablar de nuestros padres, de los protestantes de hace treinta o más años. Protestante soy, hijo de protestante, nacido y criado en la casa de un pastor evangélico; conozco a casi todos los colegas de mi padre y muchos de los que sin ser pastores evangélicos como ellos trabajan por la difusión de nuestros ideales; y con ingenuidad y franqueza, porque no sé mentir, os digo que no conozco una raza de hombres más heroicos que estos hombres de fe ferviente, de celo apostólico y de abnegación de mártires. Estos hombres han creído, y han creído bien, que sin sufrir no viene nada bueno en este mundo; y han ido trabajando de casa en casa y de corazón en corazón, con paciencia, soportando las injusticias de arriba y los desdenes de abajo, devorando amarguras en la soledad y derramando lágrimas de sangre por la oposición de los poderes oficiales a su obra de progreso espiritual para la nación; y ahora ellos ven a sus hijos, a la segunda generación y dicen: hemos sufrido y soportado nosotros la falta de libertad, pero nuestros hijos la necesitan; éstos vienen detrás, éstos que son carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, deben ser libres.

Y nosotros, los jóvenes, miramos atrás, vemos a nuestros padres con canas en sus cabezas y con arrugas en sus rostros y decimos: por estas lágrimas que habéis derramado, por esos desdenes que habéis sufrido, por esas amarguras que habéis devorado, nosotros lucharemos sin descanso por la desaparición de la intolerancia religiosa, para que, al fin, pasado el tiempo, nosotros y nuestros hijos podamos cantar sobre vuestras honradas tumbas el himno glorioso de la libertad.

(Ovación).

Voy a terminar con un dilema. Algunos dicen: “¿Para qué consignar en la Constitución la libertad de cultos? La libertad de cultos debe estar en la conciencia de cada ciudadano” (es verdad, cada ciudadano debe ser un hombre libre, entonces las costumbres serán libres y las leyes serán libres). Pero aquí, siguen diciendo, cada español es un fanático, lo mismo en sus ideas políticas que religiosas; lo mismo si es protestante o católico, si es conservador que radical. Llevamos todos dentro de nosotros mismos un Torquemada. Responderé que si es así, quitemos de nuestro Código fundamental la vergonzosa tolerancia, ambiente propicio al monstruo, en que se crece y se hace fuerte, y ahoguémosle en aras de libertad y de bien. Otros dicen: “No hace falta cambiar el precepto constitucional. La libertad de cultos ya está en la conciencia, ya está en las costumbres, ya está en el trato de unos hombres con otros”. Bien, si somos hombres libres, ¿para qué ser una excepción delante de Europa y delante del mundo? Pidamos, pues, con toda energía que se proclame de una vez y para siempre en la Constitución del Estado la libertad de cultos.

¡Viva España!

¡Viva la libertad de cultos!

(Grandes aplausos y vivas).

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