A la salvación por el amor

Estamos olvidando, tristemente, que la salvación del individuo y del género humano está en el amor, sólo en el amor.

06 DE JUNIO DE 2018 · 15:00

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¿Existió realmente Don Juan Tenorio? ¿Ocurrió alguna vez, en algún país, algo parecido a la historia que nos cuenta José Zorrilla? El origen de Don Juan es uno de los problemas literarios más debatidos por los eruditos y los filólogos de este siglo. Algo parecido ocurre con el falso Quijote, también llamado Quijote de Avellaneda. Cuatro siglos después de su publicación nadie sabe a ciencia cierta quién fue su autor.

De Don Juan Tenorio se ha escrito que tuvo su cuna en Italia, en Francia, en Portugal, en Alemania. Últimamente se tiende a restituir su paternidad a España, donde romances populares y crónicas antiguas hacen referencia explícita a la obra y al personaje. Antes de llegar a Zorrilla, el argumento de Don Juan recorrió un largo camino. En los dos gruesos volúmenes que Arcadio Baquero dedica al estudio de “Don Juan y su evolución dramática”, el autor analiza seis Don Juanes de cuatro autores. La primera obra artísticamente definida es “El burlador de Sevilla y Convidado de piedra”, atribuida al fraile Gabriel Téllez (Tirso de Molina), fallecido en 1648.

¿Por qué el Don Juan de Tirso de Molina ha caído en el olvido? ¿Por qué cada año, llegado el mes de los muertos, sólo se representa el Don Juan de Zorrilla? La clave está en el final de la obra. La gente siente un rechazo natural al infierno. Y aunque a veces, sin controlar el pensamiento, decimos de una mala persona “¡ojalá se condene!”, en el fondo nos espanta la condenación eterna y no la queremos ni para el más encarnizado de nuestros enemigos.

Tirso de Molina manda a Don Juan al infierno, en tanto que Zorrilla lo salva. En la versión de Tirso, la estatua de Don Gonzalo toma fuertemente de la mano a Don Juan y lo arrastra hacia él. Don Juan solicita la confesión, pero la estatua responde que no hay lugar, es demasiado tarde. Como hablaría un inquisidor cualquiera, de cualquier religión, Don Gonzalo dice a Don Juan:

Esta es justicia de Dios:

“quien tal hace, que tal pague”.

Zorrilla, no. El Don Juan de Zorrilla se libra del infierno. Las oraciones de doña Inés le abren las puertas del purgatorio. Cuando la estatua de Don Gonzalo quiere arrastrarlo a la condenación, Don Juan dice:

“¡Aparta, piedra fingida!

Suelta, suéltame esa mano,

que aún queda el último grano

en el reloj de mi vida”.

Entonces la estatua responde: “Ya es tarde”. En este punto aparece doña Inés. Su amor lo salva. Desde el otro lado de las tinieblas dice resuelta:

“No; heme aquí,

Don Juan; mi mano asegura

esa mano que a la altura

tendió tu contrito afán,

y Dios perdona a Don Juan

al pie de mi sepultura”.

No debió sentirse feliz la estatua de Don Gonzalo. ¡Extraño personaje éste! ¿Tuvo Zorrilla presente a su padre cuando creó el carácter de Don Gonzalo de Ulloa, el comendador? Era un magistrado absolutista, severo, inmisericorde. Don Gonzalo es igual. Cuando Don Juan está ante él arrepentido, de rodillas, con conciencia de que puede perder la salvación eterna del alma, Don Gonzalo pronuncia lo que Julián Marías llama “los dos versos más pétreos y feroces que se hayan escrito”:

“¿Y qué tengo yo que ver

con tu salvación, Don Juan?”

Así consta en la segunda versión de Zorrilla, la lírica, donde el autor endurece aún más la figura de Don Gonzalo. En el primer Tenorio Zorrilla respeta más la rima:

“¿Y qué tengo yo, Don Juan,

con tu salvación que ver?”

¡Desolador! A mí me parece que Zorrilla fue un profeta social, como poeta social fue Gabriel Celaya, muerto a los 82 años. Zorrilla se anticipó a esta sociedad del siglo XXI que estamos viviendo, una sociedad egoísta, egocéntrica, avara, individualista; una sociedad sin alma, sin entrañas, sin corazón, sin amor; una sociedad en la que cada cual va a lo suyo; quien más tiene más vale y más fuerte pisa. Una sociedad que ha inventado esa terrible frase: “No es mi problema”. Nunca una frase tan corta ha estado tan cargada de egoísmo. Hoy no interesa el ser humano ni su problema. ¡Que cargue con su drama y lo viva o desviva como le parezca! ¿Qué tengo yo que ver, hombre, con tu salvación? ¿Qué tengo yo que ver, hombre, con tu hambre, con tu sed, con tus sufrimientos, con tus dudas, con tus afanes, con tu falta de libertad, con tu grito de dolor? ¿Qué tengo yo que ver, hombre, con tu frío interior, con tu soledad, con tus depresiones, con tus ganas de quitarte la vida? No es mi problema.

La falta de amor nos está convirtiendo a todos en estatuas de mármol. Nos estamos planteando la existencia en términos de músculos, nervios y huesos. Hablamos de hacer el amor, como si eso fuera posible, pero no hablamos de amar.

He dejado momentáneamente el bolígrafo para realizar un sencillo experimento. Mi curiosidad me ha llevado a ello. En mi biblioteca tengo cuatro enciclopedias. La que más quiero es la enciclopedia firmada por Diderot y D´Alembert. Está compuesta por 18 volúmenes en francés, en una cuidadosa edición facsímil realizada en Italia. Esta es la enciclopedia que revolucionó Europa a finales del siglo XVIII. He buscado la palabra “amor” y se le dedican 10 grandes páginas, tamaño 45x25. La enciclopedia Espasa Calpe, 103 tomos, edición de 1906, concede a la palabra “amor” 6 páginas. La enciclopedia Larousse, en español, 11 tomos, da menos de una página a la palabra “amor”. Y la enciclopedia Británica, 24 tomos escritos en inglés, edición de 1980, sólo dedica 8 líneas a la palabra “amor”. Con una nota en la que dice que la idea del amor se trata en artículos sobre otros temas. En cambio, palabras como “átomo”, “ciencia”, técnica, industria, etc. ocupan grandes espacios.

Nos estamos tecnificando, atomizando, pero nos estamos desenamorando. Todo ello a paso agigantado. Estamos olvidando, tristemente, que la salvación del individuo y del género humano está en el amor, sólo en el amor. El amor cambia el rostro del hombre. El amor da alas al alma. El amor permite la recuperación de la primitiva pureza divina. Decimos que el amor todo lo vence. Pero, a lo que parece, no queremos victorias sentimentales. Huimos del amor y nos parapetamos tras nuestros mezquinos egoísmos, diciendo al afligido:

¿Qué tengo yo… fulano,

con tu salvación que ver?

Está también, afortunadamente, el otro corazón. El corazón que no se cansa de amar. El corazón de Dios, que obra a través de sus criaturas. Doña Inés es la belleza suprema del drama de Zorrilla. Es inocente, buena, abnegada, sencilla, amante. Es creyente, profundamente espiritual. La vasija perfecta que Dios utiliza para derramar su amor en el interior de un corazón humillado y arrepentido. Zorrilla sabe que tal amor –el de Dios- no cabe en la mente humana. Por eso lo encuadra en el misterio. En la eternidad. Donde todas las cosas serán conocidas en plenitud. Hace decir a Doña Inés:

Misterio es que en comprensión

no cabe de criatura,

y sólo en vida más pura

los justos comprenderán

que el amor salvó a Don Juan

al pie de la sepultura.

Tampoco los justos comprenden siempre el proceder de Dios. Es natural. Ahora sólo vemos como por espejo, en oscuridad. Cara a cara veremos cuando estemos ante Él, en Su presencia.

¡Qué diferencia! El hombre dice al hombre: “¿Qué tengo yo que ver con tu salvación?” Dios dice al mismo hombre: “Te amo tanto que he entregado a mi Hijo en la cruz para salvarte”. ¿No nos dice esto nada? ¿Hemos llegado al tiempo de la cauterización de la conciencia? No somos bestias irracionales, claro, somos seres creados a imagen y semejanza de Dios. Pero, ¿no nos estamos racionalizando, robotizando en exceso y renunciando al mismo tiempo al sentimiento? El amor no es cerebro: es corazón. El amor es irracional. Todo amor lo es. Hasta el de Dios. ¿Qué razones tiene Dios para amarnos? ¡Ninguna! Y, sin embargo, nos ama. Nos ata a Él con cuerdas de amor. Nos ama hasta la muerte. Las muchas aguas no pueden apagar el amor de Dios ni pueden ahogarlo los ríos. Aunque diéramos todo lo que poseemos a cambio del amor de Dios, nos encontraríamos con el desprecio más absoluto por su parte. Dios no vende su amor: lo regala. Su amor no entiende de razones, no acepta argumentos cerebrales. Ama porque ama, porque su naturaleza es amar.

Dios cuenta de manera diferente a como contamos nosotros. Sólo Dios puede sondear esos corazones hasta encontrar en un Don Juan libertino un corazón bondadoso y arrepentido. El más superficial movimiento de acercamiento a Él es interpretado por Dios como si emanara de las aguas profundas del alma. ¿No nos hacen felices estas verdades? Si el hombre nada quiere tener que ver con nuestra salvación, Dios recoge nuestras pequeñísimas partículas de virtud para inclinar la balanza a nuestro favor.

En un minuto privilegiado de su vida, Don Juan ha realizado un acto perfecto de arrepentimiento. La semilla divina sembrada en él germina sin que lo sepa. Y Dios transforma una parcela de su destino en una gota de agua que baña las profundidades del ser. Acosado por su propia conciencia, o tal vez por Dios mismo, Don Juan acude a la llamada de Dios. Y su destino se convierte en una vocación.

¿Incomprensible? ¡Claro que es incomprensible! Por eso aclara Zorrilla que tal misterio de amor sólo se puede entender en el reino del amor. Visto aquí, así, nos parece locura. Pero el amor, ¿no es la mayor locura que comete el ser humano? Amar, ¿no es perder el juicio, no es volverse loco? ¡Hasta el amor de Dios es una locura! Porque ni el más santo de entre los hombres lo merece.

Pues bien, ha llegado la hora de las locuras, la hora de los grandes amores. Al mundo de hoy sólo lo salvan los locos, las personas capaces de amar por encima de las razones de la razón. Los fríos, los cerebrales, los cabalísticos, los que nunca se equivocan, porque jamás aman, esos… esos ni siquiera podrán salvarse a sí mismos. Esta hora es la hora nuestra, la hora de los locos que en nuestro voluntario desvarío gritamos al mundo: “Mundo, yo sí tengo que ver con tu salvación. Te acepto en mi lecho de amor”. Sí, quiero.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Enfoque - A la salvación por el amor