Una herida que me sana

Él, que entra en Jerusalén envuelto en vítores, sabe que se quedará solo en aquel angustioso Getsemaní. No lo va a dudar, no va a escoger un camino alternativo, Él escogerá la cruz y esa elección nos hará libres.

23 DE MARZO DE 2018 · 12:34

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El azahar impregna el aire, envuelve las calles con su ambiguo aroma fresco, dulzón y picante. Ha llegado la primavera y con ella la musiquilla copiosa de los tambores que anuncian una semana procesional, religiosa, sumergida en el ritualismo con el que cada año se celebra la semana de Pasión.

Al cerrar los ojos lo veo llegar. Un improvisado cortejo espera. Tienden mantos en el suelo, cortan ramas de los árboles, Jesús aparece en Jerusalén y es aclamado con voces de júbilo. La multitud sale a recibirlo entre cantos y vítores. Él, montado en un humilde pollino permite ese alegre recibimiento, sabe lo que le aguarda en esa semana, sin embargo, se deja abrazar por las alabanzas de un pueblo que pronto lo abandonará en un frío Gólgota.

Los reyes victoriosos hacían su entrada en las ciudades conquistadas montados a caballo, el Rey de Reyes opta por una modesta cabalgadura enseñándonos una lección de humildad.

Él, que entra en Jerusalén envuelto en vítores, sabe que se quedará solo en aquel angustioso Getsemaní. Ha de verter con dolor una oración al Padre, rogando que sea Dios quien tome las riendas de todo cuanto queda por hacer. Sabe que pronto llegarán los soldados, que Pedro impetuoso cortará la oreja de aquel hombre llamado Malco y tendrá que solventar el colérico impulso sanando al siervo herido. Sabe que ese mismo Pedro llorará amargamente cuando el canto del gallo desgarrando el aire le devuelva a su realidad. Aún quedan una serie de juicios injustos y un homicida que se habrá de beneficiar de aquella ilegalidad. Aún quedan los azotes, la dolorosa corona tejida de espinas, los clavos, la suerte sobre sus ropas, una esponja empapada en vinagre, un ladrón injuriándole, una lanza en el costado…

Desde aquel Getsemaní, en las horas más angustiosas sentirá la soledad humana, el desconsuelo, el miedo. Esas horas teñidas de ausencia, saboteadas por pensamientos de temor las habrá de vivir a solas con el Padre, carente de calor humano. Él, que ha sanado tantas heridas, que ha saciado tantos estómagos, que ha ejecutado con poder milagros sorprendentes, se ha de encontrar frente a su muerte rodeado de soledad. Aún queda el clamor de una oración intensa en busca del consuelo para su espíritu. Aún queda por sentir el peso del pecado que caerá sobre Él.

Pero todo ello, lo hará  por amor.

Puede decidir alejarse de todo, huir, esconderse y dejar pasar aquella copa, pero quiere hacer la voluntad del Padre, seguir el camino trazado y derramarse para dar vida. Él, El Soberano, El Maestro Divino, tomará una determinación que cambiará el rumbo del mundo. Con arrojo sentenciará que debe morir para regalar salvación. No lo va a dudar, no va a escoger un camino alternativo, Él escogerá la cruz y esa elección nos hará libres.

Cristo relata con cada una de sus laceradas heridas una historia de amor, del verdadero y único amor del gran Dios hacia el hombre.

Leo en las manos de Cristo lo que soy, una marca de dolor que Él lleva muy cerca de sí y a la cual no mira con desaprobación sino con ojos compasivos.

Con el corazón sacudido de emoción puedo concebir como Dios sigue haciendo estragos en mi vida, vislumbrando la pasión que se me despierta cuando me acerco a Él y descubro cuánto me ama.

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