Teología de las reformas: ¿católica o protestante?

La importancia de la Reforma española es inversamente proporcional al empeño de sus detractores en minimizarla.

19 DE ENERO DE 2018 · 16:53

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Ya hemos considerado repetidas veces que la importancia de la Reforma española es inversamente proporcional al empeño de sus detractores en minimizarla y considerarla una simple “salpicadura en la blanca veste de la ortodoxia hispánica” (Filosofía en España. Mario Méndez Bejarano-1927).

Los reyes y emperadores, la nobleza y la intelectualidad abrazaron pronto la Reforma, aunque las circunstancias posteriores y el arraigo de una Inquisición y un clero poderoso se hicieron dueños absolutos de la conciencia y libertad de los españoles. Consideraremos en este artículo algunos rasgos de dos reinas españolas que abrazaron el luteranismo y nos transmitieron que la Reforma protestante supuso un cambio de mentalidad y de espiritualidad en los pueblos alcanzados por la vuelta a la Escritura.

Los autores católico-romanos no dejan de insistir en que hay una “Reforma católica” anterior a la protestante. Nosotros ya hemos considerado en estas páginas que la reforma de Cisneros no solo fue superficial y relativa a vicios y costumbres, sino que en la práctica fue desconocida. “Con Renacimiento o sin Renacimiento -dirá Menéndez Pelayo- hubiese sido el siglo XV una edad viciosa y necesitada de reforma” y es Cisneros, para el ilustre polígrafo, el promotor de la verdadera reforma. Muchos de los autores católicos actuales, también creen que no solo fue “protesta” la Reforma luterana, sino el verdadero cambio de mentalidad que se necesitaba. Sin embargo, la “devotio moderna” no pretendía crear una nueva mentalidad religiosa, ni ideó nuevas formas de espiritualidad. Más bien supuso una vuelta a la devoción medieval. Tampoco la ascética y el misticismo de Cisneros cambiarán el panorama de la espiritualidad, pues la concepción de naturaleza humana y ser humano seguirán anclados en la visión dualista del hombre. Como dirá Platón y más tarde San Agustín, el hombre es un alma encerrada en un cuerpo. El cuerpo cárcel del alma.

Cisneros no consiguió con las reformas de los regulares monacales una espiritualidad más allá de una mejora de costumbres (no tener haciendas, rentas, tierras, heredades) ni logró una mejora intelectual, frente a la consabida “ignorancia de los sacerdotes y monjes”, excepción solo de la Universidad de Alcalá. Con el clero secular sería peor aún porque siguieron cometiendo todas las irregularidades canónicas y las referidas a castidad, buena vida, pensiones y encomiendas. Y por esta pre-reforma cree Menéndez Pelayo que España se libró del protestantismo porque no había “relajación de doctrina”.

No es que no hubiera relajación de doctrina, es que la Escritura y la teología habían quedado reducidas a círculos muy específicos, y donde la espiritualidad era mera moralidad porque, como apuntará Torres Naharro (1517):

“Justicia en olvido, razón desterrada
verdad ya en el mundo no halla posada.
La Fe es fallecida y amor es ya muerto
 Derecho esta mudo, reinando lo tuerto, etc.”

Dice Adolfo de Castro que muchos autores críticos como Prudencio de Sandoval en “Crónica del emperador” “pedían la reformación de ellos, a semejanza de Lutero en Alemania, pero ni aún por asomo indicaba la del dogma. De esto infieren Castro y Menéndez y Pelayo que no se pretendía introducir novedades en la interpretación de las sagradas letras; se respetaba al Papa como cabeza de la Iglesia Católica…” Pero nosotros iremos viendo que precisamente estos dos aspectos como son la interpretación de las Escrituras y papado, signos diferenciadores de la reforma protestante, aparecieron en España en muy poco tiempo, mientras el mundo católico siguió sin Escrituras y destacando el Concilio por encima del Papa.

Es rotundamente falsa la idea, introducida durante mucho tiempo siguiendo a estos autores, de que se respetaba al Papa y se pretendía introducir novedades en la interpretación de las sagradas letras. Sobre esto último, solo decir que la Biblia políglota de Cisneros no trajo nada nuevo y solo supuso el conocimiento de que existía la Biblia, porque ni siquiera hay traducción en castellano, simplemente recopilación de los textos bíblicos expuestos en paralelo. Los libros de esos años no pasaron de ser libros sobre la oración o la confesión en su mayoría. Solo el movimiento alumbrado y luego luterano, buscó en España una nueva interpretación que se resumió en el libro “El beneficio de Cristo” sobre la teología de la justificación por la fe. Sobre respetar al Papa, cuando España había sido siempre prácticamente independiente de Roma, estos son los años peores, pues en 1527, dos años después del Edicto inquisitorial de 1525, donde España estaba llena de disidentes luteranos, Carlos I ataca Roma, no dejando piedra sobre piedra, saqueándola y destituyendo al Papa “guerrero y vengativo”. Olvidarse del saqueo de Roma por los Tercios españoles y la destitución del Papa, es querer ocultar o hacer desaparecer la otra cara de la luna.

Melquiades Andrés introduce sutilmente la “teología de las reformas” en 1997 en un artículo sobre la Teología del barroco donde resume en pocas palabras el hecho histórico de lo barroco que Andrés lo coloca en el siglo XVI y el XVII. “En estos siglos hay una acción frontal que marca el rumbo de la teología y que produce la Reforma. Estos siglos son la época de la Reforma “o teología subyacente a la reforma católica y a la reformación protestante; el vendaval que agitaron el humanismo y el renacimiento. Acaso el nombre más idóneo sería “teología de las reformas” si esa palabra se hubiese desprendido totalmente de su sentido polémico. Reforma en la cabeza y en los miembros se corresponde cronológica y culturalmente con el humanismo, renacimiento, alumbradismo, erasmismo, protestantismo, preocupación por el retorno a las fuentes, al método y sobre todo al hombre y al cristiano esencial.”

Sin embargo, M. Andrés centra su reforma en España desde el siglo XIV con las reformas de los benedictinos, la fundación de los jerónimos en 1380, de los observantes en Valencia y Galicia, todo en el siglo XIV. Reformas todas que nunca pasaron de meras observancias de reglas y rezos y cánticos rutinarios, sin hurgar en el corazón, sin gritar a Dios su auxilio. “Cuando estalló la Reforma protestante, la Reforma española contaba siglo y medio”- dirá M. Andrés. Pero Andrés nos habla de unas reformas que solo suponían engrasar la máquina, sin reponer piezas rotas. Eran reformas que no procedían de avivamientos del espíritu, sino de necesidades estructurales.

Para darnos cuenta de que en el siglo XVI no hubo reforma católica, solo hemos de decir que el Concilio de Trento que empieza en 1545 y termina en 1563, no puso en la práctica ninguna reforma hasta años posteriores. La mayoría de los hombres que asistieron al Concilio fueron procesados por luteranos como el arzobispo Carranza y la obra traductora y exegética de Fray Luis de León también sufriría procesos. A principios de 1547 Francisco de Enzinas recibe la noticia de que su hermano Diego había sido quemado vivo en Roma por mantener sus convicciones reformadas, pero también la primera sesión de Trento suponía para él la frustración de mantener esperanzas en una cristiandad unida y basada en el Evangelio, ya que como él expone, el Evangelio de Pablo es la antítesis del “pirata Romano” Paulo III. Desde nuestro punto de vista, la espiritualidad católica Romana que había empezado a leer y estudiar la Biblia en algunos lugares y rechazar la lectura de tratados más morales que teológicos, no pasó más allá de 1563, pues el Concilio de Trento abortaría toda “verdad evangélica” y daría paso a una espiritualidad mística y visionaria en el pueblo y a otra apologética entre los teólogos y clérigos.

Tengo siempre en mente aquellas palabras de Trento que, aunque pretendiese fijar unas normas de interpretación, en la práctica se negaba la lectura de libros espirituales tanto como la misma Biblia en lengua vulgar. Santa Teresa en el “Libro de mi vida” se hace eco de esta realidad: “Cuando se quitaron muchos libros de Romance, que no se leyesen, yo sentí mucho, porque alguno me daba recreación leerlos y yo no podía ya, por dejarlos en latín”. Además, la Regla V de la “Orden de procesar” era clara: “Como la experiencia haya enseñado que, de permitirse la Sagrada Biblia en lengua vulgar, se sigue, por la tenacidad, ignorancia o malicia de los hombres, más daño que provecho, SE PROHIBE LA BIBLIA con todas sus partes impresas o de mano en lengua vulgar, pero no las clausulas o sentencias o capítulos que de ella anduvieren insertos en libros de católicos que los explican y alegan”. Esto último también sería prohibido al incluir doctrinas protestantes en libros católicos que se imprimían y enviaban desde Amberes, por lo que no podemos hablar ya más de “evangelismo” en el catolicismo Romano porque era casi herejía la misma palabra.

Además, las Constituciones Sinodales de las diócesis después de Trento, fueron reveladoras del estado de la religión en España, pues su exigencia no pasaba en la mayoría de ellas de saber hacer la señal de la cruz, bajo multa económica para el que no supiera hacerla. Muchos de los obispos llegados de Trento, habían plasmado la necesidad de una reforma, sin duda, pero más que reforma era de iniciación al catolicismo. En Pamplona, el obispo Álvaro de Moscoso (1550-61) y Diego Ramírez de Sedeño (1561-73) habían comenzado a reformar su diócesis con padrenuestros y avemarías, sin llegar al Credo. El cardenal Francisco de Mendoza y Bobadilla, en su arzobispado de Burgos y los obispos de Oviedo y Mallorca iniciarían sus programas de reforma en el mismo sentido. Miguel Muñoz, el obispo de Cuenca de 1547 a 1553, también haría su reforma, que como en la mayoría de los casos no pasó de un aprendizaje, bajo multas cuantiosas, por no saber signarse y santiguarse, además de un Ave María y un Padrenuestro. Ya hemos comentado que en las Constituciones Sinodales de Oviedo aparece castigado el sacerdote que entrase en la iglesia con polainas y escopeta, y si un recién nacido estaba en riesgo de morir, hasta un hereje podía bautizarlo.

El libro Religiosidad local en la España de Felipe II (1991) nos acerca a la religiosidad popular. Ciertamente este libro muestra un mundo de mercadeo con lo religioso o como también dice el autor “de la otra cara de la luna” que siempre se ha querido ocultar. Una cosa son las leyes y los decretos y otra muy distinta la práctica religiosa en el pueblo. Para el autor su idea del catolicismo en el siglo XVI siempre manifiesta una flexibilidad y una articulación sorprendentes. Dice: “Los cambios introducidos a la fuerza a nivel de la parroquia fueron esporádicos y nunca pudieron resistir a largo plazo la lenta presión de la costumbre, o a corto plazo, la fuerza del entusiasmo. El carácter local, es un rasgo universal del catolicismo, en el que tal vez radique el secreto de la larga supervivencia de la iglesia. Este localismo está en perpetua tensión con el sistema eclesiástico, pero a la vez es parte de su esencia. El éxito de la iglesia en la Castilla del siglo XVI, en su labor de impartir los rudimentos de su doctrina e imponer una observancia religiosa formal, no supuso competencia ni amenaza alguna contra el arraigo de esta religiosidad en tiempos y lugares concretos”. Estas apreciaciones de William A. Christian nos parecen más pegadas a la realidad que la visión de Melquiades Andrés sobre la reforma católica.

La interpretación de la Reforma española por parte del historiador Thomas M. Lindsay (1843-1914), en su obra La reforma y su desarrollo social es bastante aproximada a algunas interpretaciones actuales, aunque con algunos matices diferenciadores en cuanto a penetración temprana del luteranismo. “España, -dirá Lindsay-, proporciona el ejemplo de lo que ha sido llamado “reforma católica”. En España se había creído que el firme mantenimiento de la religión cristiana y el patriotismo era una sola y misma cosa. Pero también hubo españoles que tuvieron verdadera devoción a la obra inicial de Lutero. “Sus corazones respondían al intenso ardor religioso y al alto tono moral de los primeros escritos del reformador. Y aun cuando no concordaban con todo lo que decía, confiaban que sus declaraciones crearan un impulso hacia el tipo de reforma que anhelaban”.

El mismo emperador Carlos V, según manifiesta Glapion, confesor del emperador, en tiempos anteriores a la Dieta de Worms, los escritos primeros de Lutero le habían agradado tanto al emperador como a él mismo. Cuando escribió Lutero la “Cautividad de Babilonia” creyeron haberlo escrito en contestación a la bula papal y por eso manifiesta su indignación y violencia. Las manifestaciones de Glapion también se referían a que el emperador se sentiría merecedor de la ira de Dios si no luchase por una verdadera reforma de la Iglesia de Cristo. Sin embargo, lo que no pudo soportar el emperador de Lutero en la Dieta de Worms, fue que Lutero no solo no quiso someterse a la disciplina del obispo de Roma, sino que tampoco consideró infalible el Concilio general.

Felipe II mandaría a sus cronistas que recopilaran las creencias y prácticas religiosas mediante un cuestionario que se le mandó a las ciudades de Castilla la Nueva entre 1575 y 1580. Los resultados se imprimieron en las “Relaciones topográficas”. En estas encuestas se apreciaban dos tipos de catolicismo: el de la iglesia universal basado en los sacramentos, la liturgia y el calendario Romano, y otro local, basado en lugares, imágenes y reliquias de carácter propio, en santos patronos de la localidad, en ceremonias peculiares y en un singular calendario compuesto a partir de la propia historia sagrada del pueblo. Dice este autor que los historiadores del siglo XVI se han preocupado más por las ideas del clero sobre la religión que por su práctica en el pueblo. Historiadores como Bataillon, Redondo o Tellechea, dirá, se han acercado con detenimiento a los humanistas, a los obispos, a las figuras señeras del espíritu entre las órdenes religiosas, pero se han olvidado de estudiar la espiritualidad del pueblo. “Para muchos reformadores españoles la religión del vulgo era ignorante, pagana y laxa. Por lo que toca al material teológico que se describe y cita en este libro, hicieron su caricatura, lo ignoraron o lo refinaron hasta tal punto de dejarlo irreconocible”. Acusará el autor a los humanistas del Renacimiento por no haber sabido entender esta espiritualidad que consideraban mágica y supersticiosa. ¿Es que acaso no lo era?

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