La bandera de la victoria

No merece la pena militar bajo banderas sobre las cuales planea la sombra de la derrota; por eso es vital no equivocarse de enseña.

16 DE NOVIEMBRE DE 2017 · 09:48

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Hay dos maneras generales en las que Dios ejerce su acción en los asuntos de este mundo, siendo una directa y otra indirecta. La forma directa es cuando actúa por sí solo, sin necesidad de medio alguno; la forma indirecta es cuando actúa a través de ciertos medios. Un ejemplo claro de lo primero sería la creación del mundo, donde evidentemente Dios actuó sin medios, porque esos medios eran precisamente lo que iba a ser creado. Un ejemplo claro de lo segundo es la preservación del mundo, donde hay una concurrencia de actuación entre lo que hace Dios y lo que hacen las criaturas.

Un caso palpable de esa concurrencia entre una acción y otra aparece en el capítulo 27 del libro de los Hechos, donde Pablo recibe la promesa de Dios de que nadie perecerá de los que van con él en la nave. ¿Significa eso que los integrantes del barco pueden desentenderse de toda responsabilidad, dado que hay una garantía de parte de Dios? En absoluto. Es el mismo receptor de la promesa el que a continuación estipula las condiciones para que la promesa de Dios se haga realidad. La primera condición es que es necesario que den en alguna isla. La segunda es que nadie puede abandonar la nave antes de tiempo. La tercera es que deben cuidar su salud, comiendo.

Estas dos maneras generales de actuación de Dios son trasladables también a sus tratos con su pueblo. Cuando Israel salió de Egipto y se vio entre la espada y la pared, por la avalancha militar que le seguía los talones por detrás y el obstáculo natural del Mar Rojo que tenía por delante, Dios intervino sobrenaturalmente para trastornar totalmente a los egipcios y para abrir y cerrar el Mar Rojo. Israel no tuvo que hacer nada, dado que nada podía hacer, para ser salvado de aquella temible contingencia. Todo lo hizo Dios.

Sin embargo, una vez en el desierto y cuando parecía que ningún enemigo podía presentarse en aquel paraje desolado, hizo acto de presencia Amalec. Su ataque fue por la espalda, arremetiendo contra la retaguardia donde estaban los débiles y aprovechándose del cansancio de todos. ¿Intervendría Dios solo en favor de su pueblo, como unos días antes había hecho contra los egipcios? No. La orden de Moisés a Josué fue terminante: ‘Escógenos varones y sal a pelear contra Amalec.’ Es decir, el pueblo tiene que enfrentar la batalla y asumir su parte. Por cierto, esta batalla es preludio de las que le aguardarán cuarenta años después cuando entren en Canaán. Y el mismo hombre al que aquí se le manda que se ponga al frente del ejército, será quien conduzca victoriosamente a las huestes de Israel contra los cananeos. Pero la lección es evidente; en su lucha contra el enemigo, el pueblo de Dios ha de ocupar su lugar y hacer la parte que le corresponde.

¿Quiere eso decir que la victoria depende sólo de lo que Israel haga? Si así fuera podría atribuirse a sí mismo el mérito y concluir que no necesita a Dios para lograrla. Pero el pasaje muestra que no sólo hay un escenario donde se está librando la batalla sino dos. Uno es donde están Josué y sus guerreros enfrentándose al enemigo, el otro donde está Moisés, que sube a la cima del collado y desde allí intercede ante Dios en favor de ellos. El curso de la batalla, finalmente, se decidirá por esta intervención divina que prospera la intervención humana. La segunda es necesaria, pero sin la primera no logrará su objetivo.

La lección que saca Moisés de todo ello le lleva a edificar un altar al que da el peculiar nombre de ‘el Señor es mi bandera’i, lo cual quiere decir que la causa por la que el pueblo de Dios ha peleado es la de Dios y la victoria que ha obtenido se la ha otorgado él. La causa es de Dios, porque es su voluntad que Israel entre en Canaán, a lo cual se opone Amalec. La victoria se la otorga Dios, al haber hecho uso de los medios que él mismo ha puesto a su disposición.

Es muy importante tener siempre presente esta verdad imperecedera, ya que el cristiano está inmerso en una batalla en su camino a la patria celestial, en la que su enemigo mortal procura por todos los medios impedir que llegue. Por su parte debe tomar toda la armadura con que Dios le ha provisto y enfrentar el combate, sabiendo que en última instancia la batalla es del Señor, como afirmó aquel muchacho que se enfrentó al gigante.

No merece la pena militar bajo banderas sobre las cuales planea la sombra de la derrota; por eso es vital no equivocarse de enseña. Hay muchas causas que están de antemano condenadas al fracaso o como mucho destinadas a obtener una victoria temporal pírrica. Pero hay una bandera bajo la cual merece la pena luchar, porque bajo ella la victoria es trascendental y está garantizada.

i Éxodo 17:15

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