La Biblia bajo ataque

Ese libro, que nos explica nuestro origen, la causa de nuestro problema y la solución al mismo, es hostigado, ridiculizado, odiado y prohibido.

21 DE SEPTIEMBRE DE 2017 · 10:50

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Que la Biblia es un libro peligroso queda demostrado por la cantidad de implacables enemigos que a lo largo de la Historia ha tenido, que han tratado, y tratan, por todos los medios de boicotear y combatir su mensaje, llegando incluso al punto de procurar su desaparición física, cosa que a estas alturas ya es imposible, porque si no se consiguió cuando no existía la imprenta ni Internet mucho menos se va a conseguir ahora. Es por eso que todos los intentos actuales se centran no en su liquidación física sino en la supresión de su mensaje.

La primera ocasión, tras el nacimiento del cristianismo, en la que se intentó hacer desaparecer la Biblia fue bajo el gobierno de Diocleciano († 316), quien el 23 de febrero de 303 publicó un edicto por el que se privaba de sus derechos civiles a los cristianos libertos, se ordenaba la demolición de las iglesias y se mandaba la entrega de las Biblias para ser quemadas. De más está decir que el edicto no logró su objetivo, aunque hubo dirigentes cristianos que se plegaron a las amenazas y entregaron Biblias. Se les llamó traditores, esto es, entregadores [de la Biblia]. La palabra traditor es de donde procede también la palabra traidor.

Cuando José Cardona, destacado dirigente evangélico español de la segunda mitad del siglo XX, tenía su oficina en la Torre de Madrid, presidía el recinto un cuadro bien representativo del estado de cosas que se respiraba en ciertos países, durante la etapa de la Reforma, cuando la Iglesia católica quiso impedir a toda costa que la Biblia se divulgara y leyera. En el cuadro aparecían un padre y su hija con una Biblia abierta, pero sobresaltados con la cara vuelta hacia atrás y los ojos dilatados, ante alguna súbita amenaza que se había presentado por lo que estaban haciendo. Y es que solamente la jerarquía católica podía tener la Biblia, traducirla, leerla, interpretarla y predicarla, quedando fuera de la ley cualquiera que quisiera hacer lo mismo.

Las revoluciones que acompañaron al racionalismo que arrasó Europa en el siglo XVIII llevaban la consigna de acabar también con la Biblia, no tanto físicamente, pero sí en el plano de las ideas, desacreditándola como fuente de oscurantismo, ignorancia y superstición. La razón era el criterio legítimo de la verdad, no una supuesta revelación. Las sátiras de los enciclopedistas tenían como diana a la Biblia, que con sus leyendas absurdas y sus patrañas inventadas había tenido cautiva a la gente en el error; aunque pronto iba a quedar demostrado sobradamente que la diosa razón produce sus propios monstruos y monstruosidades.

Luego llegaron otras revoluciones, en las que al ateísmo pretendió ser científico, si bien en realidad no pasaba de ser una creencia más, solamente que sin fundamento ni racionalidad, al atribuir la existencia de las cosas a la nada, al azar o a las cosas mismas. La Biblia fue perseguida desde los órganos del poder y todos aquellos que se atrevieran a predicar su mensaje cargarían con las consecuencias. Muchos cristianos sufrieron en el siglo XX en determinados países por su lealtad a ese libro.

Y en muchas naciones donde una sola creencia tiene el monopolio religioso, político y social, la Biblia es un libro clandestino, que no se puede vender, ni publicar, ni enseñar, debiendo tener mucho cuidado cualquiera que pretenda compartir con otros su mensaje.

Antes y ahora, aquí y allá, por unos y por otros, la constante a lo largo de la Historia es que ese libro, que nos explica nuestro origen, la causa de nuestro problema y la solución al mismo, es hostigado, ridiculizado, odiado y prohibido. Y a pesar de todo sigue ahí.

Pero en los países occidentales asistimos ahora a un ataque a la Biblia en lo que concierne a su antropología. Lo que comenzó siendo, en el siglo XIX, la negación de que el ser humano es una creación especial de Dios, ha desembocado, en el siglo XXI, en la negación de la identidad entre género y sexo, junto a la perversión de la naturaleza del matrimonio. Pero todo esto, que podría no ser más que una opinión, pretende hacerse pasar por una imposición jurídica y política que todos tengan que asumir obligatoriamente. En la escuela, en la iglesia, en el hogar, en la calle, en los medios y hasta en la conciencia, los nuevos enemigos de la Biblia, que por serlo son enemigos de la libertad de expresión, quieren despojarnos de la noción del hombre, del matrimonio, de la familia y de la sexualidad que ese libro nos enseña, para que creamos en la torcida noción que sobre todas esas cosas ellos quieren imponernos. Y así es como asistimos en España a la intentona promovida por el colectivo LGTB de convertir en ley totalitaria su ideología.

Pero el baluarte del cristiano, hoy como ayer, es inexpugnable y sigue siendo el mismo. Ese precioso libro que ha prevalecido ante los más furibundos ataques que ha tenido, también ahora saldrá triunfante.

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