La eternidad en el corazón del hombre

Esa idea de eternidad sigue dentro de nosotros y de manera sutil, casi siempre, se convierte en un motor de nuestras vidas.

26 DE JUNIO DE 2017 · 11:49

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Toda esta historia comienza en una tienda hecha con pieles de animales y algunas telas, con cuerdas rústicas que atan sus costados al suelo y que se abre a un círculo, formado por el espacio libre dejado por un puñado de tiendas similares, donde se levanta una hoguera para cocinar y para reunirse a comer y a charlar. La temporada no está siendo mala. Cerca de donde han acampado hay bastantes pastos con los que los animales podrán comer un tiempo, y también hay algunos pozos de agua de los que abastecerse. Cuando cambie el tiempo, levantarán las tiendas y se moverán hacia lugares mejores donde pasar la estación. De momento, todo lo que les rodea, hasta donde alcanza la vista, es una tierra que tiende a la aridez, con pequeños parches de pasto, algunas colinas en la lejanía y unos cuantos árboles que dan cobijo. 

Mientras las mujeres preparan la lana para hilar y los hombres regresan de pastorear al ganado, los viejos llevan un rato sentados alrededor del fuego hablando de cosas pasadas. Algunos niños se acercan a escucharles hablar. Hablan de lo que no está registrado en ningún lugar más que en sus memorias, de aquello que les contaban sus padres sobre sus orígenes, sobre lo que hubo antes, en la bruma del tiempo.

Hablan del Dios de sus antepasados y de cómo sigue siéndoles fiel. Todo ese conocimiento reside en la viva voz y en ningún lugar escrito, ni en piedra ni en pergamino. 

Algunos de aquellos niños piensan por primera vez en aquello que fue antes de que ellos nacieran. Todos llegaron a este mundo cuando ya estaba en marcha. Saben que hay un antes, de la misma manera que intuyen que habrá un después: del mismo modo que conocen el interminable baile del sol y de los días.

Fue en aquella época cuando la gente comenzó a darse cuenta de que había eternidad en sus corazones: por un lado, un anhelo de eternidad. Por otro lado, la conciencia de que formaban parte de algo mucho más grande que ellos mismos. A pesar de que sus días consistían, desde el nacimiento hasta la muerte, en ver y trabajar la misma tierra árida y subsistir con dificultad y esfuerzo, tienen esa profunda intuición de que hay algo más, de que lo hubo, y de que deben conservarlo de alguna manera. No son como los animales a los que cuidan. A sus ovejas no les preocupa lo que ocurre después de morir. ¿Por qué a ellos sí?

No hace mucho hablaba con un amigo del significado de uno de los versículos más enigmáticos de la Biblia para mí: Eclesiastés 3.11. Este texto no adolece de una gran complicación formal: “[Dios] ha puesto eternidad en el corazón de ellos”. Estuvimos un rato intentando dilucidar lo que podía haber en el fondo de eso, porque en su forma sintáctica y en su lenguaje es muy sencilla. Sin embargo, el fondo y lo que esconden las palabras tienen una hermosa profundidad.

Teniendo en cuenta que cuando se escribe el versículo el pueblo de Israel ya había superado su etapa nómada, ya tenían un reino y un palacio, guardias imperiales, artilugios de lujo y de poder, elaboraban herramientas sofisticadas y habían adoptado los sistemas de escritura de los pueblos de su entorno para dejar constancia de los hechos de su historia (y que no siguieran vagan de memoria en memoria humana por la eternidad, con lo frágil que es eso), aun así, el autor de este texto sigue preguntándose lo mismo que se preguntaban sus primeros antepasados. 

Y, al analizarlo, llegamos a varias conclusiones bastante interesantes. 

Por un lado, el verbo que se utiliza para “poner” (natán) también quiere decir “dar”. Es de donde viene el nombre de Natanaél, o sea, regalo de Dios. La idea que tiene detrás este verbo es que el que da algo tiene que abastecerse de sus recursos. Uno da algo que ya tiene, que posee o que supone alguna de sus cualidades. Era el verbo que se utilizaba para dar a las hijas en matrimonio, o para presentar regalos ante los reyes cuando se iba de embajada de paz. Lo que estás dando es algo valioso. El propio Dios, viene a decirnos aquí, colocó en nuestros corazones una eternidad que es un atributo suyo, que le pertenece a él y que compartió con nosotros. Nos diseñó con esa parte de él en nosotros. Y es cierto que, de todos los detalles de la imagen de Dios en nosotros, la presencia de esa conciencia de eternidad es de lo más inquietante. 

Pero, para mí, la palabra que se traduce como “eternidad” (olam) es aún más interesante. Es una de esas palabras fabulosas de la Biblia. En su peregrinaje a través de los siglos, hoy, en hebreo moderno, se entiende como “mundo”. Pero en la Biblia tiene un significado abstracto que abarca un pequeño abanico de significados. Aparece más de 400 veces, y eso es significativo: porque la Biblia, en sí, tiene sus ojos puestos en hablar al hombre de esa trascendencia más que de otra cosa. Dependiendo del libro y de la época, viene a significar “mucho tiempo” o “tiempo futuro”, pero también es la palabra que se utiliza para hablar de los tiempos prehistóricos, como en Génesis 6:4 (buscadlo, si podéis, que os va a hacer gracia la referencia). Originalmente no tiene sentido de “eternidad” porque, sencillamente, cuando se utilizaba entonces los hebreos no entendían aún ese concepto. Olam viene a significar todo lo que hay desde los tiempos en los que no tenemos registros, y solo nos queda la memoria que nos ha ido llegando de generación en generación, hasta los tiempos futuros e inabarcables con nuestra mente. En ese sentido, creo que coincide con nuestro concepto de “eternidad” y está bien traducido así. Pero es interesante notar que para los hebreos no existía aún ese concepto: estaba en proceso de formación según avanzaba la revelación de Dios. La Septuaginta, la versión griega del Antiguo Testamento que circuló por los territorios mediterráneos durante siglos, que era la que utilizaban los judíos en la diáspora, traduce este olam por “siglos”, o “tiempos”, en la palabra de la que proviene la nuestra “eones”. Sigo intentando investigarlo, porque no es fácil seguir la pista de algo así, pero en este contexto tendría sentido que ese “por los siglos de los siglos” (una expresión que hoy nos resulta un poco difícil de entender) que se repite en los evangelios y el resto del Nuevo Testamento, esté relacionada con este olam.

Hay muchas cosas en este mundo que no tienen sentido. Demasiadas, en realidad. La acumulación del pecado en el ser humano a través de los tiempos nos ha acabado llevando a puntos insostenibles de desorden. Nos queda poco de aquellos primeros nómadas que recitaban su historia a viva voz. Hoy, en cambio, abrimos la Wikipedia cuando queremos saber algo. Sin embargo, esa idea de eternidad sigue dentro de nosotros y de manera sutil, casi siempre, se convierte en un motor de nuestras vidas. Incluso en las vidas de los que no pueden vivir más alejados de Dios. La necesidad de trascender, de que algo nuestro perdure incluso más allá de nuestra vida, siempre está presente, como una llamada de atención ineludible. Creo que a todos se nos ha pasado alguna vez por la cabeza este versículo de Eclesiastés. Porque es de esa clase de textos bíblicos que no sirven para hacer de ellos un mandato o una orden a seguir; no están ahí para hacernos obedecer nada, sino que son un pequeño regalo de Dios para explicarnos a nosotros mismos y al mundo en que, cuando nosotros llegamos, ya llevaba mucho tiempo en marcha.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Amor y contexto - La eternidad en el corazón del hombre