Moverse con libertad

No es libertad para pecar o para alejarnos de Dios: es libertad para vivir y para tener esa vida en abundancia en la que insiste Jesús.

22 DE MAYO DE 2017 · 09:00

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Yo soy la puerta; el que entre por esta puerta, que soy yo, será salvo. Se moverá con entera libertad, y hallará pastos. El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia.

Juan 10:9-10

Durante los años de mi formación, cuando en las diferentes asignaturas de la carrera se hablaba del tema de las sospechas de ciertos académicos acerca de la veracidad de algunos libros y pasajes de la Biblia, pasé por varias crisis considerables. Cada día que debía levantarme e ir a clase me suponía un enorme esfuerzo intelectual por mantener el espíritu crítico y no desterrar del todo la fe que había heredado. Pronto me di cuenta de que no tenían del todo la razón, aunque tuvieran todo el conocimiento. Sin embargo, la razón tampoco la tenían en “el otro lado”: una vez desistí de terminar un curso y de obtener un título de Teología porque uno de los profesores se empeñó en que teníamos que creer que Moisés había escrito el Pentateuco entero, incluso su muerte; ninguna otra opción aprobaría el examen. Entonces, en mi día a día, entre semana tenía profesores para quienes toda la Biblia era sospechosa de fraude y los fines de semana tenía profesores para quienes la Biblia era un monolito inmutable desde el principio de los tiempos.

Y yo, en mi humilde relación con Dios, intuía que tenía que haber un término medio, que tenía que estar por algún lado, porque aquella dicotomía no tenía ningún sentido ni te permitía vivir. 

Sí que había término medio, al final. Con los años, descubrí varias razones para los extremos:

Por un lado, desde el ámbito académico y secular, el error básico estaba en no considerar ninguna otra opción que no apoyase la duda. Son los herederos de la búsqueda del Jesús histórico del siglo XIX, del surgimiento de ese escepticismo como vía de conocimiento, de la filosofía nihilista que ya no existe, pero ha dejado su poso en la manera de relacionarnos con el esfuerzo intelectual. La alta crítica, y la crítica textual en general, son una maravilla cuando se entienden y se aplican bien; de hecho, una gran parte de los estudios de Teología modernos se basan en su estudio y su aplicación. Pero no hay nada en ellas que nos tenga que llevar obligatoriamente a abandonar la fe en Dios y en la veracidad de lo que dice la Biblia. Por ejemplo, los académicos que tienden al ateísmo o al agnosticismo estarán a favor de considerar que existen cartas deuteropaulinas, es decir: firmadas como Pablo, pero no escritas por él; la tesis supone que los discípulos de Pablo escribieron en su nombre, por ejemplo, Efesios, quizá una vez muerto él incluso, porque el firmarlas como Pablo cosecharían éxito inmediatamente por el prestigio del autor. Esta teoría hace aguas por muchos lados, pero hay quienes creen que ser moderno y tener pensamiento crítico supone aceptarlo sin rechistar. Existen otras teorías que explican la diferencia de lenguaje y de vocabulario entre algunas cartas de Pablo sin necesidad de recurrir a trucos de prestidigitador. (Pero eso para otro día).

Por otro lado, desde el ámbito religioso y de iglesia el error básico siempre ha sido irle añadiendo capas y capas de santificación al texto bíblico hasta convertirlo casi en un Corán en cuanto a su forma: intocable, monolítico y literal. Por ejemplo, ¿por qué defiendo que Pablo sí escribió todas las cartas que se le atribuyen, pero no defiendo que Moisés escribiese el Pentateuco entero?, podría acusárseme. La razón es que hay una diferencia fundamental entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: cultura, época de escritura, lengua de escritura, intención de los autores, modelos de transmisión, cercanía histórica, géneros literarios… Si nos olvidamos de la diversidad propia de estos textos bíblicos, y de su amplio margen de tiempo, nos estamos cargando el sendero de miguitas de pan que nos conduce hasta Cristo. 

En ambos extremos es imposible llevar a la práctica las palabras de Jesús que citaba arriba. Y si debe existir algún baremo, alguna guía de lucidez en estos terrenos tan pantanosos, yo la pondría en Cristo, siempre. Porque cuando uno vive y trabaja, como es mi caso, en muchas ocasiones entre los dos mundos, siempre hay quien intenta convencerte de que uno debe dejarse seducir por alguno de los dos extremos. Quizá la parte de sentirse tentado a abandonar la fe en Dios porque no parece algo digno del siglo XXI la tengamos bastante superada. Pero, para mí, la parte difícil es no caer en el radicalismo del otro extremo.

Digo esto porque, en el pasaje de Juan 9 que citaba arriba, enmarcado en las otras afirmaciones tan contundentes y trascendentales, a menudo se nos escapara lo que Jesús dice al que entra por la puerta que es él: “Se moverá con entera libertad, y hallará pastos”, y, oh, qué importante y qué bonito es esto. Si dentro de los terrenos de nuestra fe, y del contexto en el que nos encontremos, no podemos movernos con entera libertad y no encontramos pastos que nos alimenten y nos hagan crecer y mantenernos sanos y alimentados… quizá sea que hemos entrado por la puerta equivocada.

Del mismo modo que en la duda absoluta, en el descrédito que roza la mofa hacia todo lo que sea Biblia y fe, no hay ninguna libertad (aunque lo quiera aparentar), dentro de los márgenes que algunos proponen para que vivamos la fe tampoco la hay. Y no hay alimento de verdad. No hay pastos: quizá solo sucedáneos, o comida enlatada, o pienso (si seguimos con la metáfora de las ovejas). 

Jesús nos está dando una clave y una medida: sentirnos con libertad para movernos. Si no nos sentimos libres, es muy posible que no estemos con él.

Sé que esta clase de libertad tiene detractores. He tenido esta conversación muchas veces: que si nos tomamos esta libertad al pie de la letra, estaremos cayendo en el postmodernismo (ya hablaremos de eso otro día); que esa libertad es una excusa para caer en el pecado; que no nos diferenciaremos nada “del mundo”, etc. Pero no es libertad para pecar o para alejarnos de Dios: es libertad para vivir y para tener esa vida en abundancia en la que insiste Jesús. Libertad para ser imagen de un Dios impresionante. 

Vamos a dejar a un lado por un momento el miedo al pecado y, por espacio, tampoco voy a entrar a hablar de las maneras prácticas en que toma forma esa libertad; para poder vivir en libertad y en abundancia, reconozco que he tenido que renunciar, en primera medida, a mis prejuicios. Por un lado, a los prejuicios que habrían hecho de mí una atea o una agnóstica orgullosa, convencida de todas las sospechas de los escépticos, y convencida de que no hay nada más en este mundo aparte de lo que el ser humano pueda tocar; por otro lado, renunciar a mis prejuicios de que todo lo que Dios quiere de mí es una práctica religiosa de una clase o de otra, o limitarme a vivir y a encajar mi cotidianidad dentro de los muros de las actividades de la iglesia. El punto medio resultó ser, al final, un enorme espacio al que se entra por medio de Jesús, donde (por primera vez en la historia) podemos estar suficientemente seguros de nuestra condición como para ser verdaderamente humanos.

Perdonadme que no profundice más. Por hoy, solo quería compartir esta buena noticia, terminar el escrito, y disponerme a disfrutar del día.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Amor y contexto - Moverse con libertad