Los ídolos paganos

Al olvidarse de Dios, Israel pensó que podían sustituirlo por cualquier otro dios que estuviese de moda en ese momento.

15 DE MAYO DE 2017 · 09:52

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La gente de Judá ha hecho el mal que yo detesto —afirma el Señor—. Han profanado la casa que lleva mi nombre al instalar allí sus ídolos abominables.

Jeremías 7:30, NVI

Hay un consuelo extraño en comprender el fondo de la desobediencia de Israel, la que atravesó su historia nacional de punta a punta en todo el Antiguo Testamento, desde los relatos históricos hasta las partes más poéticas. En Jeremías 7 se les está acusando, nada menos, que de haber llegado al punto en su abominación de sacrificar niños al dios Molok, que era una divinidad terrible (una figura humanoide con cuernos en la cabeza) a la que muchos pueblos del antiguo Mediterráneo adoraron durante siglos. En el pasaje llamado “El valle de la Matanza” (Jer 7:30-34) se dan varios detalles muy escabrosos en los que merece la pena pararse.

Lo importante, empecemos por ahí, es que Jeremías ha llegado como profeta de Dios para decir la verdad: ya no hay vuelta atrás. Dios había propuesto muchos caminos de enmienda para el pueblo, y el pueblo se empeña en seguir desobedeciendo. La desobediencia no solo tiene que ver con lo obvio, con haberse olvidado de cumplir los mandatos de la ley, sino con algo mucho más importante que se va desgranando a lo largo de los textos de los profetas: que, ante ellos, el gran Dios creador de cielo y tierra se había dado a conocer (¡nada menos!) y aun así ellos decidieron ignorarle y marchar tras los dioses extranjeros. Y así, pues, señala Dios a través del profeta, no hay nada más que hacer: sufrirán las consecuencias de sus propias decisiones, lo que se traducía en el exilio, la muerte y la destrucción.

Una lectura superficial puede darnos una idea errónea del Dios que hay detrás de todo esto. Hay que leerlo en profundidad, pero con la suficiente distancia como para ver el cuadro completo. Una de las cosas que Dios siempre le repite a Israel es que él es su pueblo escogido, apartado de entre todos para ser testigo de él, portavoz del Dios verdadero, y le asegura que Israel perduraría, porque el mensaje asociado a su identidad y a su existencia no tenía que ver únicamente con su supervivencia como pueblo, ni siquiera con su idiosincrasia nacional, sino con la historia de la humanidad en sí. Toda la humanidad se divide en culturas, y si Dios debía darse a conocer al mundo, solo podía hacerlo por medio de una de ellas (porque no existe ninguna realidad que los humanos puedan configurar y entender fuera de la cultura), y decidió que sería Israel. Por sorprendente que parezca, son palabras que se registraron por escrito hace varios milenios y, sorprendentemente… fueron verdad. Israel sobrevivió, destacó sobre todo el resto de naciones de la tierra, aunque no fue como ellos esperaban. Hoy en día la gente sigue estudiando su historia, estudiando su carácter y su civilización, atraídos por todo lo que representa. Pero entonces la cosa pintaba de otra manera. 

Más allá de los registros escritos del Antiguo Testamento, a nivel histórico y arqueológico el pueblo hebreo no era más que otro grano de arena en la playa de las civilizaciones del Creciente Fértil. En términos humanos, no quedan muchos registros arqueológicos ni documentales de su paso por la tierra (de aquella época, la anterior al reinado de David e incluso de la época posterior hasta el tiempo de Alejandro Magno); por eso cada nuevo descubrimiento, por pequeño que sea (a veces es tan diminuto como una inscripción en un sello, es decir, un anillo usado por los gobernantes) se celebra con gran alegría y se intenta encajar con todo lo demás. Siempre da la sensación de que la arqueología no está del todo de acuerdo con el relato bíblico, pero la verdad no es así: es que las piezas del puzle de las que disponemos son mínimas. Realmente mínimas.

Muchos de los pueblos que se nombran en los textos bíblicos tienen hoy en día muchas más evidencias arqueológicas y muchos más restos documentales. Los sótanos del Museo de Pérgamo de Berlín están llenos de tablillas escritas en cuneiforme que siguen a la espera de ser traducidas, provenientes de los antiguos dominios de lo que fue Babilonia. Hay centenares de restos en acadio, arameo y sumerio (una lengua fascinante), pero hay poquísimos, en comparación, en hebreo. De cualquiera de estas épocas antiguas. 

Israel, como civilización, estaba condenado a desaparecer del registro de la historia al igual que tantísimos otros pueblos de la zona y de la época, de los que solo nos quedan registros casi anecdóticos. Por ejemplo, en términos humanos los fenicios (o cananeos) fueron muchísimo más importantes. Se conservan muchos restos en todo el Mediterráneo debido a sus rutas comerciales. Fueron los primeros en comercializar el garum y la púrpura, industrias en las que siglos después despuntarían los romanos. Existen muchos restos arqueológicos fenicios, e incluso se conoce bien su lengua… por escrito. Aunque hay aproximaciones, y se han hecho estudios, nadie puede saber hoy a ciencia cierta cómo sonaba la lengua fenicia. Y si eso ocurre con una civilización que superaba de forma exponencial a los hebreos en todos los ámbitos de la vida, ¿es de extrañar que el pueblo de Israel, históricamente, estuviera condenado a desaparecer de entre el resto de pequeños pueblos de la tierra?

Desde esta perspectiva resulta mucho más coherente la insistencia de Dios de que los israelitas no le perdieran a él, a Dios, y a su ley. Que no se soltaran, que su identidad siguiera bien fija en la revelación de Dios. Porque solamente Dios sabía de qué manera todo lo demás sería barrido por el polvo de la historia, hecho desaparecer sin rastro, comido por el paso de los años mientras su memoria se perdía, y en su plan eso no podía pasar con Israel. Al menos yo, al verlo desde esta perspectiva, lo entiendo mucho mejor.

Lo que diferenciaba (y aún diferencia) al pueblo de Israel del resto de pueblos de su entorno era, únicamente, su Dios. En cuanto a herramientas, a avances agrícolas o ganaderos, arquitectura o incluso en su lenguaje, eran otro pueblo más (y uno diminuto, además, sin ningún poder ni autoridad, sin la gloria de Egipto, ni la potencia de Babilonia, ni la inteligencia fenicia). Ese rasgo, había dictaminado Dios, sería el que haría que Israel no desapareciera del mapa de los pueblos. Y ese rasgo era contra el que atentaban una y otra vez los muy cabezotas.

Porque lejos de entender el enorme tesoro que se les había entregado, lo mancillaban constantemente. Se olvidaban de la ley, convertían las prácticas en rutinas ajenas a la verdadera adoración y, poco a poco, se iban acomodando al resto de pueblos con los que estaban en permanente contacto. Fue algo gradual pero imparable, algo que ocurría una y otra vez: los israelitas dejaban de verse a sí mismos como una joya preciosa y pasaban a verse en puros términos humanos, nada más que la perspectiva socioeconómica, o tecnológica, y su lugar con respecto a sus vecinos. Y, en términos humanos, ellos querían avanzar y destacarse como ellos. Y, en aquella época, hacerlo pasaba por empezar a rendir culto a aquellos dioses extraños. El roce continuo era una especie de contaminación gradual. La historia del pueblo de Israel a lo largo del Antiguo Testamento es un constante ir y venir desde la obediencia a Dios (desde el punto en que se aferraban a su singularidad) hasta la asimilación con los poderes políticos y económicos de su época (cuando intentaban aproximarse al éxito desde una perspectiva humana). Dios les regaña, ellos se enmiendan, pero al poco vuelven a las andadas porque la fuerza de atracción es muy fuerte. Y muy material, muy tangible. Porque los otros dioses se dejan “ver”, sus estatuas y sus templos estaban por todas partes, y había recordatorios en los caminos, y los que comerciaban y pasaban por sus tierras les hablaban de las riquezas que había junto a tal o cual templo extranjero, por los peregrinos que iban a rendir culto, por la vida que se gestaba alrededor. Y ellos también querían parte en eso.

Y no nos diferenciamos mucho de ellos nosotros hoy. 

En una especie de iniciativa empresarial moderna, llegaron a poner ídolos en el templo de Dios en Jerusalén (Jer 7:30). Y esto no habla solamente de hasta qué punto se habían olvidado de Dios, hasta considerarle un diosecillo más del panteón; también habla de algo sin cuya perspectiva es difícil de entender a los profetas. Jeremías 8:10: “Porque desde el más pequeño hasta el más grande, todos codician ganancias injustas… todos practican el engaño”. Había un gran negocio en los peregrinos, en los que iban a adorar a los dioses a ciertos santuarios, lugares santos reconocidos. Pasaba en todas las épocas. Pablo volvió a encontrarse con lo mismo en sus viajes por el Mediterráneo visitando ciudades griegas para predicar a Cristo y establecer las primeras iglesias. Muchos pensaban de forma desapasionada que pervertirse con aquellos dioses extraños merecía la pena si traía dinero, directamente por medio de las ofrendas y los holocaustos e indirectamente por medio del comercio que se debía desarrollar para gestionar todo aquel ajetreo alrededor del templo: visitantes, comerciantes de animales para el sacrificio, alojamiento y comida, etc. El pueblo de Israel, al olvidarse de Dios, pensó que podían sustituirlo por cualquier otro dios que estuviese de moda en ese momento. ¿Por qué conformarse con el reducido número de adoradores del Dios de Israel que había cuando, “diversificándose”, podía atraer a muchos más peregrinos, o “clientes”? Quizá así explicado suene un poco simplificado, y es verdad. Pero, en definitiva, eso era en gran parte lo que pasaba. En el fondo, una vez lejos de Dios, una vez cedieron ante la idea de que no era más que otro dios de tantos, el pueblo de Israel se iba detrás de cualquiera que les proveyese de las riquezas o de los beneficios políticos que el resto de pueblos. Y, como en cualquier expansión empresarial que se precie, una vez tenían aseguradas las visitas al templo de Jerusalén por las estatuas de los nuevos dioses pensaron en ampliar el negocio y se fueron a otro lugar “santo”, el santuario pagano de Tofet (v. 31), que era un lugar donde tradicionalmente se sacrificaban bebés (a menudo quemándolos incluso vivos) al antiguo dios Molok. ¿Qué más daba? Una vez olvidado Dios, todos los dioses son iguales.

Por eso ahora os animo a que, con todo esto en mente, vayáis a esta sección del libro de Jeremías (7:30-8-22) y leáis las palabras del Dios que no ha muerto, que sigue vivo, que sigue reinando, que sigue siendo el único y todopoderoso. 

Lo peor de todo, se queja Dios por medio del profeta, es que aun en medio de toda esta abominación siguen esperando que Dios cumpla su parte y les salve. Al fin y al cabo, según su nueva mentalidad economicista, ¿no le están adorando a él igual que a los otros dioses? Esperaban que Dios se comportase como los otros, que no se quejan, que no reclaman, que no exigen nada más que esos sacrificios, por lo visto. El resto del tiempo se quedaban allí en el templo, donde les habían dejado, sin inmiscuirse ni decir nada, y les permitían seguir haciendo su vida como bien les parecía.

Y de repente Israel se sorprende de que Dios levante la voz e imponga un castigo que, insiste, no es nada más que lo ellos mismos se han buscado. Es asombroso cómo se quejan.

Es tremendamente familiar.

No abogo por un estado teocéntrico, como por aquel entonces. No creo que hoy solucionase nada. Pero al igual que hizo entonces Israel, por interés hemos llenado el nuevo templo de Dios (que ahora somos nosotros mismos [1 Co 3:16]) de ídolos de todas clases buscando esos beneficios que, al igual que entonces, tampoco son necesariamente cosas trascendentales, sino a menudo ser más parecidos al vecino al que observamos con ojos de envidia. 

Estudiar este pasaje desde esta perspectiva me ayuda a entender mucho mejor el sacrificio de Cristo y, sobre todo, la gracia de Dios. Dios sabe que los israelitas están tan metidos y tan convencidos en su forma de pensar que no se van a retractar. ¿Sacar a los dioses del templo? ¿Renunciar a los santuarios de Molok? Qué tontería: eso les hacía avanzar como nación, ser como las demás. O, en términos actuales, “ser competitivos”. Y lo que Dios les exige les resulta del todo incomprensible, porque Dios les habla en términos de fidelidad, de vida, y ellos hablan en términos de rentabilidad y de ganancia. No están hablando el mismo idioma.

Cuántas veces nos pasa eso mismo hoy.

Entonces, igual que ahora, esa gracia se ofrece, pero no se obliga, y es lo único que puede librarnos de nuestra constante atracción hacia el pecado y la corrupción. Es gratis, pero la tenemos que aceptar. Y siempre queda la opción de no aceptarla. Aunque con eso tengamos que acarrear las consecuencias de nuestra propia decisión.

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