El famoseo según Cristo

Dios no nos acomodó la vida, la muerte y la resurrección de Cristo a nuestras normas visuales ni a nuestras expectativas.

17 DE ABRIL DE 2017 · 16:10

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En el análisis que Murphy-O’Connor hace de la vida del apóstol Pablo en Pablo, su historia, se pregunta si Pablo se encontró con Jesús durante su ministerio en algún momento, ya que ambos, según todos los indicios, se encontraban en Jerusalén en aquel tiempo: Jesús cumpliendo con sus tres años de ministerio, convocando a sus discípulos, a sus seguidores y a los que querían escucharle y recibir milagros; y Pablo, siendo un fariseo celoso de la ley, buen estudiante, aplicado judío. Sin embargo, a nosotros desde aquí nos parece curioso que no coincidieran, siquiera, en el momento de la crucifixión. No hay que desmentir ningún texto bíblico: es una cuestión de percepción. Nosotros hemos visto montones de películas que narran el tiempo de la pasión de Cristo con boato y bandas sonoras épicas de fondo, y nos parece que el suceso más trascendental de la humanidad debía tener toda la atención y toda la expectación de la ciudad. Sin embargo, la realidad es bien distinta. Había mucha gente siguiendo el camino de Jesús hacia la muerte, pero también había mucha gente en Jerusalén porque eran los días de la Pascua, y la ciudad doblaba su población, y se arremolinaban en el templo para sacrificar a los animales de la fiesta, y se preparaban para no tener que realizar ninguna actividad a la caída de la noche. Dice Murphy-O’Connor:

“Era tal el caos que reinaba el día de la preparación de la Pascua, que nadie salía a la calle si no tenía necesidad de ello. Un pequeño desfile de soldados romanos escoltando a un criminal camino de la cruz no debió causar mucho entusiasmo entre los habitantes de Jerusalén. Es más, la pequeña comitiva de la crucifixión de Jesús no debió ser sino un obstáculo más para cruzar la calle”.

No solo el hijo de Dios murió como un criminal sin serlo, sino que, además, no le importó a nadie. Todo el mundo estaba liado con sus ocupaciones, con sus deberes, esforzándose por contentar a Dios con la celebración de la fiesta. Todo lo que narran los Evangelios es cierto, pero no ocurrió como algo terrible más que para los cercanos a Jesús. No hubo banda sonora épica mientras Jesús era llevado a la cruz para morir: solo el ruido de los animales por el camino, el trasiego de la gente haciendo las últimas compras para la celebración. El silencio del cielo.

Y esto nos hace pensar, porque nosotros somos los hijos de la era de las imágenes, y queremos el boato, la trascendencia, aunque sea de pega, de efecto especial de celuloide. Y, sin embargo, Dios no proporcionó nada de eso. Es cierto que hubo un temblor, que el cielo se nubló y que el velo del altar se resquebrajó, pero ¿quién fue consciente de ello, en su conjunto, aquel día ajetreado? La mujer que limpiaba a fondo el polvo de su casa antes de que cayera la noche porque se acercaba el sabat y no podría hacerlo al día siguiente, quizá sintió el temblor, pero ¿qué sabía ella del velo del templo? ¿Qué sabía del hombre al que ajusticiaban a pocos metros de su casa? No era más que otro al que los romanos iban a crucificar. Ya había dos allí. Uno más.

Aparentemente, nada de lo que pasaba podía romper la vida cotidiana. Y resulta curioso que en ese preciso momento el propio Dios no interrumpiera más aún en la línea temporal. Es curiosa la “manía” de Dios de establecer señales para los momentos clave de la vida de Jesús sin acudir al boato ni a la gloria humana. Nació en un pesebre, con pastores que olían a oveja como corte de bienvenida. Los que acudieron a rendir culto al rey fueron astrónomos de otras naciones paganas, una pequeña comitiva llegada a Palestina igual que cualquier otro turista de la época. Incluso el siguiente instante trascendental, la resurrección de Jesús, tuvo a mujeres como protagonistas principales, que fueron de las primeras en recibir el mensaje y ver a Jesús, y no había nadie menos fiable ni menos glorioso que una mujer como testigo en aquel momento. Y, según relatan los Evangelios, Jesús estuvo muchos días ya resucitado entre ellos, yendo y viniendo, apareciéndose y desapareciendo, dejándose ver, pero no convocó a las autoridades, ni a las multitudes, ni hizo una rueda de prensa (entiéndaseme), que hubiera sido lo más lógico desde el punto de vista humano para avisar de que acababa de pasar algo tan sumamente glorioso como la resurrección del hijo de Dios.

A nosotros ahora, en la era del espectáculo, nos parece que, si no hay cámaras que lo atestigüen, cualquier suceso carece de importancia; mientras que todo lo que sale por televisión adquiere una trascendencia automática, aunque sea algo triste y deslucido. Dios no trabajaba según esas reglas. Y no nos acomodó la vida, la muerte y la resurrección de Cristo a nuestras normas visuales ni a nuestras expectativas. Así que debemos aprender a mirar tal y como Dios la ve la importancia de las cosas.

Esto dice mucho del carácter de Dios. Durante su ministerio, Jesús atraía a la gente y a las multitudes, pero no fue hasta que no se reveló en toda su naturaleza, como el Cristo resucitado, el Mesías esperado, que no se convirtió en el abismo de luz del que hablaba Kafka, que atrae y fascina a partes iguales. Y, aun así, sigue siendo voluntad de cada persona individual acercarse a él, porque aunque él se muestre en todo su esplendor, no obliga a nadie a acercarse.

Jesús, que es Dios hecho carne, mantiene su misma cualidad, su absoluto atractivo y, a la vez, un total desapego por todo lo que los humanos consideran importante o trascendente. No va a doblegarse a “parecer” importante para atraer la atención de las personas. No va a doblegarse a lo que se considere moderno, glamuroso, poderoso o atrayente, ni a las amistades influyentes, ni a los lugares de moda. De hecho, el propio surgimiento del cristianismo como religión es una incongruencia: ¿quién va a adorar, voluntariamente, a un Dios que se humilla a sí mismo de todas las maneras posibles? Los romanos tenían a su césar como cabeza visible de su culto, una figura fuerte, autoritaria, que no desmerecía de los grandes dioses griegos, revestidos de poder y autoridad en sus enormes templos de piedra. Los propios judíos creían en un Dios que les había sacado de Egipto ejerciendo un poder sobrenatural sobre los elementos y que habitaba en uno de los templos más majestuosos de la antigüedad, el segundo templo que reconstruyó Herodes en Jerusalén sobre los cimientos del templo del gran rey Salomón. Y resulta complicado, desde su perspectiva, aceptar que ese mismo Dios, no obstante, llevó a cabo su plan de salvación sin ningún glamur, sin ninguna gloria, y sumido todo en una profunda humillación.

Si hay algo que nos cuesta hoy en día admitir es que, si queremos ser auténticos seguidores de ese Mesías, ese hijo de Dios, en algún momento se nos exigirá renunciar a nuestra gloria humana y pasar por humillación, por calumnia o descrédito, porque ningún siervo es superior a su amo. Hay algo en ser cristiano auténtico que va en contra de nuestra intuición del siglo XXI.

Para Dios, la importancia está en las cosas que se hacen por sí mismas, aunque no haya testigos, ni cámaras, ni mesa de debate, ni expertos analizándolo en directo. Para nuestra sociedad actual, nada tiene importancia si no tiene repercusión o una retransmisión en directo. De hecho, hay veces que se añade esa importancia a cosas que no la tienen por el revuelo mediático que levantan (póngase como ejemplo definitivo todo lo relacionado con la prensa del corazón).

A veces, hoy en día, nos emociona y nos impresiona más un cristiano en el terreno de lo dudoso por ser famoso y salir en televisión que uno de esos siervos fieles que trabajan a nivel local en alguna asociación, o realizando alguna labor casi anónima. No es que ser famoso sea malo, pero hay que reajustar Santiago 2 a nuestro momento: “La fe que tenéis en nuestro glorioso Señor Jesucristo no debe dar lugar a favoritismos” (Stg 2:1, NVI), y parafraseo: “Supongamos que en el lugar donde os reunís entra un cantante cristiano famoso y entra también un pobre desarrapado. Si atendéis bien al famoso y le decís: “Siéntate aquí, en este lugar cómodo al frente”, pero al pobre le decís: “Quédate aquí al fondo de pie”, ¿acaso no hacéis discriminación entre vosotros?… ¿No ha escogido Dios a los anónimos según el mundo para que sean famosos en la fe?…”.

Ni ser rico, ni ser pobre, ni ser famoso, ni ser anónimo nos hace algún cambio frente a Dios. Lo único que importa es que aceptemos a Cristo. Y si no importa para Dios, no debería importar para sus hijos, su iglesia. Da igual las bandas sonoras majestuosas y los planos épicos con los que narramos hoy la vida de Jesús: en su momento, todo se caracterizó por una peculiar humildad que, llegado a su extremo, se convirtió directamente en humillación. Y de ahí surge nuestra fe, nuestra esperanza. También nos espera la nueva Jerusalén al otro lado, la de las calles de oro; pero a este lado de la vida no podemos andar exigiendo ni pretendiendo el boato como excusa para ser cristianos. Si vamos a seguir a Cristo, en algún momento se nos pedirá que seamos como él, que aceptó el silencio y el desprecio en todos los momentos de su vida.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Amor y contexto - El famoseo según Cristo