El anhelado avivamiento

La tendencia humana es a volver a los momentos históricos de los que queremos recuperar elementos, conceptos o valores que ahora consideramos perdidos.

04 DE ABRIL DE 2017 · 11:50

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Hace ya bastantes años, al filo del cambio de siglo, en la iglesia a la que asistía llegó un grupo de misioneros del sur de Estados Unidos (si no recuerdo mal, de Alabama, o Texas, o por ahí). Estuvieron una semana con nosotros, hicimos actividades y una campaña evangelística especial. Eran gente simpática, pero a uno de ellos comencé a caerle terriblemente mal a mitad de semana.

Todo pasó porque, entre actividad y actividad, como viene siendo normal en los viajes misioneros, los visitantes quisieron ir a pasar el día de turistas a Madrid, y un grupo de la iglesia les acompañamos. Hablaban castellano, porque eran de ascendencia hispana, pero en cuestiones culturales eran tan estadounidenses (del sur) como el que más. Había cosas graciosas, como sorprenderse de lo pequeña que es en realidad la Puerta del Sol (a quién no le ha pasado) o pedir en el restaurante si les podían “cocinar” un poco el jamón que les habían puesto en el melón con jamón porque “estaba crudo”. Pero también estaba el inevitable (y poco comprendido) choque cultural. A la vuelta en hora punta en transporte público hacia el sur, en la era anterior a la llegada del Metro y de otras facilidades, el autobús estaba repleto de gente. Este al que le empecé a caer mal, sin explicarme nada de lo que iba a hacer, sentado frente a mí y rodeado de personas soportando como podían la escasez de espacio y el vaivén del viaje, comenzó de la nada a contarme a voz en grito su conversión. Yo intenté ser lo más agradable posible, sonreía y asentía, pero la situación era particularmente “exótica” y no entendía nada. Como nadie me había avisado de que eso iba a pasar, cuando mi novio me llamó por teléfono al salir del trabajo, yo contesté con toda tranquilidad, disculpándome educadamente y pensando que dejaba a mi interlocutor en buenas manos con otro de los de la iglesia que iba a mi lado. Además, para mí era importante contestar la llamada porque en aquel momento mi novio pasaba por un momento difícil y a pocos meses de casarnos era complicado quedarse sin trabajo (como finalmente pasó).

Inmediatamente noté cómo, en mitad del testimonio, al misionero visitante le cambió el semblante. Se pasó el resto de la semana sin hablarme. La campaña evangelística que vinieron a hacer fue tibia, al final, y no se percibieron muchos resultados. Y una de las razones que este hombre esgrimió de por qué no había habido más convertidos fue el “poco compromiso” con la campaña de algunos miembros de la iglesia. Obviamente, se refería a mí y al episodio del autobús.

Esta gente se fue y nadie les explicó, en realidad, que explicar a voz en grito tu conversión en un autobús en hora punta, con decenas de personas que regresaban a casa de una jornada laboral agotadora, esperando que alguien acepte a Cristo, cuanto menos es un modo “peculiar” de evangelización. También hubiera sido bueno que esta gente se hubiera dado cuenta de que, sin avisarme (a mí o a cualquier otro de los conejillos de indias), yo no podía saber que aquello era parte estudiada de la campaña evangelística y que debía abstenerme de contestar llamadas personales mientras eso ocurría. También quedó el episodio como una muestra más de que España era un terreno yermo a la evangelización, donde el evangelio era incapaz de prosperar, etc. Encima quedábamos como unos desagradecidos frente a todo su esfuerzo misionero.

Pero eran los noventa, y en aquella época este tema era demasiado sensible como para hablar con claridad de él. En todas partes, en muchas reuniones (sobre todo en el ambiente de los movimientos juveniles donde yo me movía), el tema del esperado “avivamiento” que muchos aseguraban que estaba a punto de venir era delicado. Estuve en montones de campañas evangelísticas, en decenas de actos especiales, de conferencias, encuentros, etc., donde venían misioneros extranjeros (casi siempre de Estados Unidos) y se insistía una y otra vez en las señales que preconizaban que en España llegaría un avivamiento. Fuera del contexto evangélico esa palabra no existía, y los que éramos ingenuos por aquel entonces tampoco la entendíamos muy bien, pero intuíamos, por la forma que tenían de hablar de ese avivamiento, que sería algo que haría que las iglesias se llenasen de personas y ocurrirían cosas como que “España sería ganada para Cristo”, aunque el significado de esa expresión fuera un poco obtuso. En el fondo, no hablábamos del avivamiento más que cuando venían aquellos misioneros tan extraños a arengarnos con sus acentos exóticos y su choque cultural. El resto del tiempo nos conformábamos con mantener las iglesias en pie. Pero hubo algunos que estaban conmigo en aquella época que realmente lo esperaban y que, al pasar los años, quedaron profundamente defraudados, porque el avivamiento no terminó de llegar nunca. No aquel avivamiento. No en aquellas circunstancias.

El avivamiento que se esperaba era un tanto peculiar, una mezcla entre una lotería y un esfuerzo sobrehumano. Porque los de la iglesia (en especial los que teníamos ganas de hacer algo) teníamos que esforzarnos por ese avivamiento, teníamos que trabajar, evangelizar, y todas esas cosas. Eso se solía traducir en acudir a muchas actividades y eventos, aparte de las reuniones dominicales habituales, por lo normal. Por otro lado, era una lotería por el elemento sorpresivo y ajeno que tenía: sin duda, aquel avivamiento era algo que Dios haría, en su momento, cuando a él le pareciese, y que llegaría así, de la noche a la mañana, igual que llega un premio gordo. Entonces seríamos felices y podríamos descansar sabiendo que lo habíamos hecho bien.

Pero era especialmente difícil esperar a que sucediera algo que no sabíamos bien ni cómo ni cuándo iba a pasar. Las únicas señales que aquellos profetas extranjeros nos habían dejado eran un poco indescifrables. Sin embargo, la iglesia evangélica (al menos la de mi entorno) estaba empezando a perder el brillo de décadas pasadas, y estaban preocupados. No se podía dudar de aquel avivamiento que vendría, sobre todo porque lo traía gente con aquella aura de autoridad, que parecían tan seguros de todo lo que hacían, y todo parecían hacerlo mucho mejor que nosotros.

Veinte años después, lo cierto es que aquel avivamiento en particular nunca terminó de llegar. Al menos, nunca llegaron a suceder las cosas que dijeron que pasarían. Algunas iglesias, gloria a Dios, crecieron mucho; pero fueron solo algunas. Otras se apagaron y otras llegaron incluso a extinguirse, y otras nuevas se fundaron. Pero nada de eso se podía relacionar con el avivamiento anunciado: era más bien el proceso natural de la iglesia con el paso de los años. Algo bueno tuvo aquel “desengaño” forzoso con el avivamiento: cuando el tema se fue enfriando, también cesaron los viajes misioneros de aquella gente tan peculiar. Y todo mejoró un poco, hasta el punto de los misioneros (algunos) se fueron dando cuenta de que no podían llegar a una cultura extraña con sus modos familiares de hacer las cosas esperando que funcionasen. No hemos dejado de recibir misioneros en estas décadas, pero gracias a Dios ahora son mucho más sensibles. 

Aun así, creo que esa necesidad de avivamiento periódicamente vuelve a surgir en ciertos círculos evangélicos. No hace mucho volvía a escuchar a cierto grupo hablar de que estaban seguros de que se viene un enorme avivamiento para España donde, de nuevo, la gente conocerá al Señor, y se llenarán las iglesias, y todas esas cosas. Asombrosamente, este movimiento también viene patrocinado desde Estados Unidos. (No sé si tendrá que ver, pero es curiosa la coincidencia). Con pequeños cambios, los anuncios de todos estos avivamientos cataclísmicos se parece bastante entre sí. Y yo, a pesar de todo, y que me disculpen, sigo siendo muy escéptica de que vaya a ser verdad. De esta manera.

En cierto modo, esta esperanza de avivamiento viene a querer imitar los procedimientos y sucesos que se dieron en Estados Unidos y parte de Europa en los reconocidos Primer y Segundo Gran Despertar. Las características comunes de ambos movimientos es lo que se sigue anhelando: un regreso a la pureza de las fuentes, una renovada convicción espiritual de los afectados, grandes conversiones en masa. Fue algo realmente positivo para la historia de Occidente, y mucho me temo, no obstante, que estos otros anuncios que se quedaron en nada en el fondo lo que anhelaban era que algo así volviese a ocurrir, y a veces (algunas veces, por triste que sea) es un poco difícil diferenciar entre el profundo anhelo de uno mismo y un auténtico aviso profético sin que se esté verdaderamente afinado y humilde en la relación con Dios.

Y la tendencia humana, además, es a volver a los momentos históricos de los que queremos recuperar elementos, conceptos o valores que ahora consideramos perdidos… y valiosos. Los dos grandes despertares tienen un peso muy poderoso en nuestro imaginario común porque es la época de los misioneros que nos han contado toda la vida a los que crecimos en la iglesia. Los misioneros de ahora desearían emular a los grandes misioneros de aquel entonces, a su atrevimiento y su ansia de aventuras. Los predicadores de ahora anhelan tener el peso y la autoridad de un Spurgeon o un Finney, o un Jonathan Edwards. No es algo malo en sí, pero entra más en el terreno de la imaginación que en el de la realidad. También es una época que, debido a las ediciones y reediciones de las obras de los grandes varones de Dios de aquella época (en parte porque son libros tan antiguos que están libres de derechos de autor, la verdad sea dicha), tenemos muy presentes en la vida evangélica común. Todo eso, mezclado con la necesidad de cambio o de ajuste en ciertas cuestiones, provoca la idea de que, si tanto anhelamos haber podido vivir aquel avivamiento (ya se sabe que los tiempos pasados siempre fueron mejores, aunque no sea verdad), por qué no esperar ahora uno, ya que es algo que se da por hecho que tiene mucho que ver con Dios.

Sin embargo, estos grandes avivamientos tienen más del ser humano que de Dios. Como decía, a veces tienen más de imaginación que de realidad. 

La realidad es que el evangelio no ha perdido vigencia ni importancia. Sigue siendo la respuesta a la humanidad. Lo que la Biblia cuenta sigue siendo verdad. Pero del mismo modo que el avivamiento de los siglos XVIII y XIX no tuvo nada que ver con el Mediterráneo del siglo I donde se expandió el cristianismo por primera vez, ahora nosotros estamos igual de lejos de los valores y creencias culturales de los siglos de los grandes despertares. Y se nota. Es bueno estudiarlo, aprender, observar qué ocurrió. Pero intentar emularlo (aun inconscientemente) nos aleja de las necesidades de las que nos tenemos que ocupar aquí y ahora.

Porque voy a ser sincera: en realidad, el avivamiento nunca ha dejado de ocurrir. Durante todos estos años, siempre que el Espíritu Santo impactaba en la vida de una persona, siempre que alguien se encontraba con el Cristo resucitado en su vida, sucedía el avivamiento. No ha dejado de ocurrir, diría, ni un solo día en la historia del mundo desde que Jesús vino. Pero, desde luego, ocurría en aquellos años noventa en los que se esperaba el avivamiento y sucede hoy en día mientras otros claman por otro avivamiento nuevo que va a ocurrir. Las consecuencias están ahí: vidas transformadas, iglesias que sobreviven y se siguen reuniendo, siguen realizando servicios y actividades en sus comunidades, donde se sigue alabando a Dios domingo tras domingo. Quizá algunas iglesias hayan cerrado, pero han venido otras. Quizá haya problemas, pero nadie puede poner en duda en detrás de todos ellos sigue estando el anhelo y la motivación de honrar y servir a Dios y a su reino, de ser testigos de Cristo. Lo que no ha habido (y por eso algunos no lo han podido reconocer) ha sido el bombo y el platillo, los focos, los reportajes periodísticos asombrados, las conversiones masivas, los movimientos sobrenaturales a gran escala. Pero ha habido, y sigue habiendo, millones de milagros cotidianos, algunos sobrenaturales también. 

Algunos que yo conozco se desencantaron con Dios porque aquel avivamiento que se anunciaba nunca llegó en las condiciones que ellos esperaban. La vida cotidiana barrió toda aquella expectación y se la llevó por delante. A mí lo que me sorprende (y me llena de amor) es la capacidad de contenerse que tiene Dios en realidad. Mientras otros clamaban y oraban en celebraciones multitudinarias (y costosas) por aquel avivamiento, él seguía, paso a paso, persona a persona, realizando por otro lado su propio avivamiento que nunca dejó de ocurrir. Mientras otros se decepcionaban porque las campañas evangelísticas no se saldaban con decenas o centenares de convertidos sino con uno o dos, Dios hacía igualmente fiesta en el cielo por ese uno y por ese dos que se habían reconciliado con él. Los ciegos éramos nosotros. Dios no ha dejado de actuar.

No sé qué pasará, pero me temo que, dentro de algún tiempo, de nuevo, de tanto esperar el futuro avivamiento, muchos se desencantarán. Y mientras tanto, Dios habrá seguido trabajando a su ritmo, con los humildes que no anhelan el bombo y el platillo, sino que simplemente le anhelan a él. En las condiciones que sean.

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