Abdías y la justicia de Dios con Edom e Israel

Para muchos resultaría ideal que Dios fuera parcial, contemplando siempre con malos ojos a unos pueblos y con buenos siempre a otros. Así lo creyó en el pasado Israel y posteriormente no pocas naciones autodenominadas cristianas.

15 DE MARZO DE 2017 · 18:00

,justicia, espada balanza

Durante los meses anteriores, nos hemos detenido en los distintos profetas. He procurado seguir un orden cronológico para ayudarles a entender el contexto de lo sucedido a Israel a lo largo de su Historia. Del Antiguo Testamento hemos dejado dos libros pendientes en esa andadura que nos ha llevado años.

Uno es el libro de Abdías y el otro, el de Rut. En el caso de Rut, la decisión está relacionada con el hecho de que es un prólogo ideal para el Nuevo Testamento y así, Dios mediante, lo veremos la semana que viene.

En el de Abdías, porque su datación es insegura y porque también –por raro que les parezca– puede ser un prólogo para el Nuevo Testamento.

Algunas personas ubican la época de Abdías poco después de la destrucción del templo de Jerusalén y del reino de Judá ya que describe (v. 11-12) cómo los idumeos se aprovecharon del final del reino judío de manera carente de compasión. Efectivamente, puede ser así, pero también podría tratarse de un texto post-exílico en el que Dios anuncia el juicio que acabará cayendo sobre Edom.

A decir verdad, la ubicación cronológica es secundaria. No así el contenido del libro. Abdías se dirige a Edom porque los profetas, en no pocas ocasiones, no se dirigen sólo al pueblo de Dios sino también a las naciones (v. 1). Fue el caso de Abdías con Edom, pero, como hemos tenido ocasión de ver, lo mismo hemos examinado en Isaías y Jeremías, en Ezequiel y Daniel, en Amós y Habacuc.

Objetivamente hablando, Edom era una nación pequeña y de escasa relevancia. Descendientes de Esaú, el hijo del patriarca Isaac y hermano de Jacob, sus habitantes ocupaban un territorio ubicado en la frontera sur de las actuales Israel y Jordania extendiéndose hasta el norte de la península arábiga.

Los idumeos o edomitas eran una nación de relevancia muy limitada si se comparaba con grandes imperios como Asiria, Babilonia o Egipto y se hallaba más a la altura de otras más pequeñas como la federación filistea –de la que procede el nombre Palestina- o Judá. Sin embargo, a pesar de su limitación, Esaú estaba enferma de auto-satisfacción. Su soberbia la había engañado convenciéndola de que nada podía hacerle frente (v. 4). De hecho, Edom estaba tan satisfecha en su egocentrismo que no se percataba de que podía ser víctima de simples salteadores (v. 5). Sin embargo, al final, la realidad se había impuesto y había quedado tan de manifiesto que sus mismos aliados se habían aprovechado de ella (v. 7).

El origen de aquella desgracia nacional –presente y futura, quizá– se hallaba en una soberbia que se había traducido en el odio hacia su hermana Israel, en el gozo nacido de la desgracia judía y en el aprovechamiento del drama sufrido por el pequeño reino (v. 10-14).

Edom se comportó como otros pueblos a lo largo de la Historia que se han visto reconcomidos por el rencor hacia grupos envidiados. Los nacionalistas ucranianos que ayudaron a los nazis en las tareas de exterminio de los judíos; los distintos pueblos balcánicos que se entregaron al exterminio de los vecinos en un ajuste de cuentas homicida; los hutus que, apoyados por clérigos católicos que incluían obispos, estuvieron a punto de exterminar a los tutsis en Ruanda son sólo algunos ejemplos de conductas semejantes. Casi en ningún caso se puede hablar propiamente de una nación, pero sí de grupos que, rezumantes de soberbia nacionalista, decidieron exterminar al vecino odiado y seguramente también envidiado. El final de esas tragedias siempre suele ser similar.

A pesar del éxito que puedan tener los agresores en un momento dado, les espera el juicio de Dios. Como señala Abdías (v. 15-21), Edom acabaría siendo juzgado por un Dios al que repugnan la soberbia nacionalista, la envidia del vecino, la cobardía sanguinaria, el saqueo de los que no se pueden defender. Sin embargo, el mensaje no queda limitado a Edom. Dios no hace acepción de personas y, por lo tanto, juzgará de acuerdo a principios morales y no a raza, nacionalidad o pasaporte.

Edom, efectivamente, sufrió en el s. II una gran derrota histórica a manos de los judíos mandados por Judas Macabeo, pero ése no fue el final de la Historia. También Judá volvió a apartarse de los caminos de Dios y el juicio recayó nuevamente sobre ella y el medio fue Edom. De manera bien significativa, cuando Jesús nació, el rey no era un judío racial –aunque ciertamente practicaba el judaísmo– sino un edomita llamado Herodes. Es difícil que pueda encontrarse un ejemplo más revelador.

Para muchos, resultaría ideal que Dios fuera parcial, que contemplara siempre con malos ojos a unos pueblos y con buenos –siempre, siempre, siempre– a otros. Así lo creyó en el pasado Israel y posteriormente no pocas naciones autodenominadas cristianas.

Sin embargo, la realidad es muy distinta como hemos podido ver estudiando a los profetas. Dios rechaza la idea de que la pertenencia a una confesión, a una raza, a una nación sea garantía de salvación y bendición. Por el contrario, Israel fue objeto de castigos continuos cuando se apartó del camino de Dios y, realmente, no podría haber sido de otra manera con un Dios que es justo.

Así lo hemos visto en los profetas y así comienza el Nuevo Testamento cuando otro profeta judío dice a sus compatriotas: “Por tanto, dad frutos propios de la conversión y no comencéis a deciros a vosotros mismos: ``Tenemos a Abraham por padre, porque os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham de estas piedras” (Lucas 3: 8). No otro sería el mensaje del propio Jesús.

 

Continuará

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