Los falsos eruditos bíblicos

Busquemos la sabiduría: no hay nada más necesario en los tiempos del Facebook, de los comentarios insultantes anónimos por Internet, de los bulos que se expanden a la velocidad de la luz y de la ignorancia imperante.

09 DE ENERO DE 2017 · 09:18

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Este comienzo de año está siendo duro en varios aspectos, pero sobre todo porque ha llegado la hora de ponernos serios y hablar con claridad de ciertas actitudes de algunos que, en nombre de la fe, no dudan en pervertir la misericordia y el amor. Reconozco que me cuesta hacerlo. Yo prefiero, sinceramente, no involucrarme en disputas ridículas y dejar que cada uno tenga un espacio donde habitar (también intelectualmente), de la misma manera que me gusta que hagan así conmigo. Sin embargo, me temo que cada vez me resulta más difícil, sobre todo cuando veo cómo estas actitudes y estos modos empiezan a afectar a mis hermanos, a los que quiero, y les hacen daño, o les llenan de ideas engañosas que no les aportan nada del amor, el consuelo y la esperanza de Cristo. Estoy cansada de tener que sacar la Biblia en emergencias provocadas por quienes están obsesionados por un celo divino que no tiene nada que ver con Dios. No me importa apagar incendios, pero estoy cansada de los pirómanos.

A esta gente los llamo “pseudoeruditos”, porque parecen eruditos, pero no lo son. Parecen personas formadas teológica y bíblicamente, pero su erudición resulta ser falsa, o sesgada a un solo tema o argumento. Solo saben observar la Biblia desde un único ángulo, aquel con el que se sienten cómodos o, según ellos, el único ángulo que contiene la verdad (cosa dudosa dada la abundancia y la riqueza del texto bíblico), y no dudan en acusar, desconfiar y descalificar al que no esté en su punto de vista. La Biblia dice que hay una diferencia entre el conocimiento y la sabiduría, y que el auténtico hijo de Dios posee ambas (Proverbios 4:7); sin embargo, esta gente posee mucho conocimiento y carecen por completo de la sabiduría; ellos no saben callarse cuando no es el momento de hablar, o de escribir. No saben guardarse ese comentario hiriente, o punzante, o esa matización conceptual o semántica que, la mayoría de las veces, no viene al caso. Y aunque tengan que hacerlo, no saben hacerlo con amor, sino que siempre imponen su solemne intensidad. 

Pululan por ahí, molestan, desvían las conversaciones hacia “su tema” (ya sea el calvinismo, el arminianismo, el conservadurismo, el liberalismo, el fundamentalismo, el mesianismo, el creacionismo o cualquier otra cosa o causa, como el aborto, los homosexuales, la doctrina, la demonología, y muchos otros etcéteras) de una manera tal que no saben distinguir las ironías, son susceptibles a cualquier comentario y se toman cualquier cuestión relacionada “con lo suyo” con una intensidad que, sinceramente, abruma un poco al resto de los que pasan por allí.

Es fácil reconocerlos por su militancia excesiva y porque, en su forma, no se diferencian en nada de cualquier otro extremista. Podrían haber sido activistas ecologistas, adictos a su trabajo, radicales anarquistas o coleccionistas de reliquias, que lo habrían hecho con la misma devoción, pero les dio por incluirse dentro del grupo de los cristianos evangélicos. Tocó que se encontraron a gusto en un entorno proclive a la teología académica y a las palabras de más de cinco sílabas. A veces, incluso, con su insistencia y su preponderancia, da la sensación de que el pueblo evangélico es eso: esa beligerancia, esa militancia extrema, ese radicalismo “de lo suyo”, esa categorización, ese exigir a los demás que se definan, esa adolescencia emocional perpetua. Ese debate sin fin sobre temas que suenan poderosos pero no tienen ninguna trascendencia, ni ninguna relevancia.

Lo peor de todo es que, si te dejas entretener por sus temas y sus conflictos creados, te dará la sensación de que estás haciendo algo bueno encargándote de los asuntos de Dios; cuando la verdad es que en ningún momento, en ninguno de los comentarios, en ninguna de sus conversaciones, se han encargado de otra cosa que no fuera de sus propios asuntos.

Reconozco que es muy fácil caer en esta actitud pecaminosa, sobre todo cuando no somos maduros espiritualmente aún y nuestra identidad no está del todo forjada en Cristo. En ese caso no es difícil encontrar el sentido de nuestra vida en cosas que orbitan alrededor del evangelio y que tienen cierta relación con él, pero que no son necesariamente Cristo, y que al encontrarnos con ellas nos han deslumbrado. A veces es difícil distinguir ese error. Siempre pienso en los amigos de Job: ¿acaso no tenía sentido todo lo que le decían? ¿Acaso no sonaba piadoso? Y, sin embargo, qué equivocados estaban, porque no era el espíritu, ni el momento, ni el lugar, ni la intención adecuados. Pasa un poco lo mismo con esta gente.

Lo que más cuesta digerir de mi relación necesaria con esta gente (desde mi pequeña posición pública) es que en cuanto se presentan te ofrecen dos formularios: o el de los adeptos o el de los enemigos. O estás con ellos y les das la razón, o te conviertes en su enemigo. No existe ningún punto medio, ninguna duda razonable, ningún tiempo para reflexionar, investigar y conocer. Esa actitud de andar etiquetando de enemigos a personas a las que Jesús nos encargó amar como a nosotros mismos denota una inmensa falta de sabiduría y de crecimiento espiritual sano, y nos intoxican, finalmente, porque copan y acaparan las conversaciones e impiden la sana edificación normal que debería darse en la iglesia. El límite es ese: sea cual sea el tema, en cuanto empiezas a considerar enemigo al que opina otra cosa diferente, ahí has perdido toda la credibilidad. 

Al final, su obsesión con su tema les aleja de Cristo, y no tienen ningún don espiritual reconocible, nada que sea de provecho para el pueblo de Dios; no exhortan, no iluminan, no construyen, no edifican, no alimentan.

La idea de explicar todo esto no es solo quejarme: podemos hacer algo. Empieza por nuestras propias vidas. Creo que he de comenzar el año haciendo algo que me venía rondando la cabeza desde hacía tiempo: hacer un llamado a los que lean esto a buscar la sabiduría. No hay nada más necesario en los tiempos del Facebook, de los comentarios insultantes anónimos por Internet, de los bulos que se expanden a la velocidad de la luz y de la ignorancia imperante. 

La sabiduría no es algo que nos resulte ajeno, al menos no teológicamente hablando. La sabiduría es un concepto que se repite cientos de veces, en cientos de lugares, en todo el texto bíblico. A veces explícitamente (como los libros de Proverbios, Eclesiastés o Santiago) y a veces implícitamente, como en los relatos de Daniel, Ester, Rut, en Salmos como el 119, o en los evangelios de Lucas y Juan, por ejemplo, donde se registran con precisión las sabias respuestas de Jesús a todo el que se acercaba a preguntarle. La sabiduría, su búsqueda y su aplicación, inunda la Biblia y, por lo tanto, debe inundar nuestra vida cristiana.

Hay dos cuestiones importantes a tener en cuanto en lo que respecta a la sabiduría:

1. “Si a alguno de vosotros le falta sabiduría, pídasela a Dios, y él se la dará, pues Dios da a todos generosamente sin menospreciar a nadie” (Santiago 1:5). 

2. “La sabiduría es lo primero. ¡Adquiere sabiduría!” (Proverbios 4:7). Y también hay que resaltar que la sabiduría no es inteligencia, ni conocimiento, ni datos, ni información, ni títulos académicos ni diplomas. La fuente de la sabiduría (su principio), como insiste la Biblia una y otra vez, es el temor de Dios; ese temor reverente de saber quién es, qué poder tiene, cuál es su tamaño y sus dimensiones, cuáles son sus intenciones hacia nosotros. He conocido a gente sabia sin mucho conocimiento que son una bendición para el mundo; son tiernos, directos, no tiemblan a la hora de decir la verdad, pero intentarán no herir a nadie; y si alguien sale herido, saben curar, incluir y no despreciar. Sus vidas nos han sido de ejemplo de fe y de verdad, aunque ellos no hayan ido luciéndose por ahí. Y cuando encontramos a gente que tiene, a la vez, conocimiento y sabiduría, eso es un tesoro que debemos cuidar para generaciones futuras.

Pero, con estos otros, lo que tienen conocimiento sesgado y nada de sabiduría, los que andan exigiéndole al mundo que les tomemos como ejemplo de fe y piedad, lo único que se me ocurre es, en la medida de lo posible, andar lejos para no intoxicarnos más. Ya hay muchas cosas de las que ocuparse para traer el reino de Dios a este mundo. Todo lo que no colabore en eso es mejor dejarlo a un lado y que se apague solo, en la medida de lo posible. Porque todo lo que no depende directamente de la fuente primigenia, que no proviene del poder del Espíritu Santo, acaba cayendo en vergüenza, en desuso o se acaba pasando de moda.

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