Hannah Arendt y la terrible banalidad del mal

Cuando la pensadora judía observa al oficial nazi Adolf Eichmann, uno de “los arquitectos del Holocausto”, se asombra de ver a alguien “completamente normal”.

09 DE JULIO DE 2013 · 22:00

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¿De dónde viene el mal?, ¿por qué hay gente capaz de hacer cosas terribles?, ¿son estas personas diferentes a los demás? Cuando Hannah Arendt se fue de Alemania, los nazis no habían puesto todavía en marcha “la solución final”, para exterminar a los judíos. Al ser capturado en Argentina el responsable del transporte a los campos, Adolf Eichmann, la pensadora judía quiso ver a aquel criminal cara a cara, asistiendo a su juicio en Israel. La película de Von Trotta reconstruye aquel viaje, desde que la autora de “Los orígenes del totalitarismo”se ofrece a la prestigiosa publicación neoyorquina The New Yorker –todavía considerada por muchos como la mejor revista del mundo– hasta la controversia que provocaron los cinco artículos que aparecieron en 1963 –que luego forman el libro titulado “Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal” –. Aquello cambió la vida de Arendt. Como leemos en el texto que cierra el film, “hasta la hora de su muerte, luchó con el problema del mal”. Cuando la pensadora judía observa al oficial nazi considerado como uno de “los arquitectos del Holocausto”, se asombra de ver a alguien “completamente normal –“más normal de cualquier forma que yo, después de examinarle”, dice un psiquiatra en el juicio–. Hannah se queda atónita al descubrir que uno de los responsables del mayor crimen de la humanidad “no era un monstruo, sino un payaso”. Era alguien gris y mediocre, un patético burócrata. El coronel de las SS había escapado de Nuremberg con un pasaporte de la Cruz Roja, que obtuvo por medio de un obispo austriaco –según la película, el Vaticano, aunque esto sigue siendo negado por muchos católicos–. Eichmann fue encontrado en Buenos Aires, por un judío alemán ciego, que era vecino suyo –el nombre de la calle hizo que la Mossad llamara a la Operación, Garibaldi–. El agente israelí que le detuvo, Peter Malkin, le describe como “un hombrecito suave y pequeño”, que “no tenía la apariencia de haber matado a millones de los nuestros”. LA SOLEDAD DEL PENSAMIENTO Aunque era agnóstica, Hannah era de origen judío y nacionalidad alemana. Había estudiado con el filósofo Martin Heidegger, que se une al partido nazi al ser elegido rector de la universidad de Friburgo. Como vemos en algunos flashbacks, Hannah tuvo una relación amorosa con él, pero ella se casó con uno de sus discípulos, que también era judío. Al ser interrogada por la Gestapo, huye a París, donde, ya divorciada, conoce a un antiguo comunista que se había opuesto al estalinismo. Con el régimen colaboracionista de Vichy, es internada en un campo en Gurs, hasta que su nuevo marido logra que vayan a Estados Unidos, gracias a un falso visado diplomático. Tras la guerra, Arendt colabora con la causa sionista, pero como le dijo Heidegger, “pensar es una ocupación solitaria”. Von Trotta tiene la habilidad de hacer una película sobre una mujer que piensa. ¿Cómo se muestra eso en la pantalla? No por sus inteligentes diálogos, sino por su imagen reflexiva, fumando un cigarrillo tras otro, en silencio. La actriz Barbara Sukowa hace en ese sentido un papel extraordinario, muy contenido. La muestra también con su lado oscuro de soberbia. Ya que sin su orgullo y arrogancia no se puede explicar su insistencia, frente a tantos amigos que perdió a causa de estos artículos y el libro que se publicó después. La película es fiel a lo que pasó, aunque da la falsa impresión de que no tuvo amigos judíos que la apoyaran en la discusión. La visita de su amigo sionista Siegfried Moses, en Suiza, se convierte también en la película en una amenazante emboscada, que parece sugerir presiones del estado de Israel. Es cierto que fue a verla, para pedirle que no publicara el libro en su país, pero fue una cita arreglada, no un encuentro por sorpresa. También se ponen palabras escritas por Gershom Scholem –el conocido estudioso de la mística judía, amigo de Arendt– en boca de otro de sus amigos, Kurt Blumenfeld en Jerusalén –que rompe con ella, así como Hans Jonas–, aunque ambos apelaron por igual a su amor al pueblo judío. Lo que a muchos judíos les dolió de los artículos de Arendt, era la denuncia del papel colaborador de los consejos judíos en la deportación que produjo el Holocausto. Ella escribió que, sin su organización, “hubiera habido caos y mucha miseria, pero el numero de víctimas hubiera sido de cuatro millones y medio, en vez de seis”. Es por esto que la pensadora fue calificada de “judía que se odia a si misma”, la Liga Anti-difamación alentó a los rabinos a que la denunciaran en las fiestas judías y organizaciones judías pagaron a investigadores para que descubrieran errores en su libro. Muchos de sus amigos, de hecho, dejaron de hablarla. EICHMANN PUEDE SER CUALQUIERA El filósofo judío español Gabriel Albiac también cree que “Eichmann no era un monstruo”. Los nazis eran “hombres, hombres que matan”. Lo trágico, para él, es que “Eichmann puede ser cualquiera”. Como ha dicho el escritor Javier Cercas, “sería maravilloso que Hitler y su camarilla de paranoicos fueran extraterrestres, porque estaríamos salvados”. Lo que pasa es que “el mal no estaba en Alemania, estaba en el alma”, como dijo un poeta de posguerra. Descubrir esto en el juicio de Eichmann, supuso para Hannah Arendt un doble proceso –como vemos en la película–: el que condena la radicalidad del mal –que vemos en el totalitarismo nazi– y el que se niega a aceptar su banalidad –al darse cuenta Arendt que “el instinto al mal es, quizás, inherente al hombre”–. Es cierto que las heridas estaban todavía muy recientes, pero la incomprensión que ella sufre, viene no sólo por la sensibilidad judía ante el Holocausto, sino porque toca uno de los dogmas intocables de la Ilustración: la bondad innata del hombre. La idea de que el hombre es bueno, aunque las evidencias muestren lo contrario, es uno de los presupuestos que nadie se atreve a cuestionar en la sociedad moderna. Aunque no era cristiana, la pensadora judía había estudiado teología protestante en Marburgo e hizo su tesis doctoral en Heidelberg sobre Agustín. De su “Ciudad de Dios”, toma la idea del nacimiento como categoría central de “La condición humana”, pero sabe por la Biblia que “en maldad hemos sido formados” (Salmo 51:5). Ya que el pecado original no es un invento católico. Aunque la expresión no sea bíblica, su enseñanza está en la Escritura. No es una idea de Agustín. El apóstol Pablo desarrolla esta doctrina en su Epístola a los Romanos (5:12, 18) y su primera carta a los Corintios (15:22). Para autores como Chesterton es incomprensible que haya teólogos cristianos que nieguen esta idea. Para él, “es la única parte de la teología cristiana que se puede demostrar”. Un filósofo de la ciencia que no es cristiano, como el darwinista Michael Ruse, se pregunta: “¿cómo puede alguien pensar de otra manera?, cuando el pueblo más civilizado y avanzado del mundo (el pueblo de Beethoven, Goethe y Kant), abrazó al asqueroso Hitler y participó en el Holocausto”. LA TRAGEDIA HUMANA Arendt descubrió en Jerusalén que hay muchos como Eichmann, que “no son perversos, ni sádicos, sino terrible y aterrorizadamente humanos”. El superviviente de Auschwitz, Elie Wiesel, escribió que “en el fondo, el hombre no es sólo un verdugo, o una víctima, o un mero espectador: es las tres cosas a la vez”. Otro escritor que sobrevivió a Auschwitz, Primo Levi, dice que “debemos recordar que estos fieles seguidores, diligentes ejecutores de órdenes humanas, no nacieron como torturadores, ni eran (salvo escasas excepciones) monstruos, sino gente normal”. Nos guste o no, el diagnóstico de la Biblia no puede ser más evidente. La humanidad está afectada por un problema básico, que la Escritura llama pecado. Es un mal radical, que está en la raíz misma de nuestra existencia, pero que negamos al justificarnos a nosotros mismos y pensar que somos mejores de lo que somos. Esto distorsiona nuestra visión de la vida y nos hace olvidar nuestra condición de criaturas. Si seguimos dividiendo a la gente en buenos y malos, chocaremos una y otra vez con la realidad. Estas categorías fomentan además nuestro sentimiento de superioridad, haciéndonos creer que somos mejores que otros, cuando “no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Romanos 3:12). Todos somos pecadores, en necesidad de la salvación de Dios, que es por su sola gracia. LA BUENA NOTICIA El mensaje del Evangelio es que somos salvos por la obra de Cristo, no por la nuestra. Muchos creen, sin embargo, que el cristianismo piensa, como cualquier otra religión, que uno se salva por llevar una buena vida y evitar hacer lo malo. Si hay tanto rechazo a la palabra pecado, es porque suena a la condenación que viene de una justicia propia. Un “evan-gel” eran noticias de un gran acontecimiento histórico, como la victoria en una guerra, o la subida al trono de un rey, que cambiaba la condición del oyente y requería una respuesta de él. Así el Evangelio es la buena noticia de lo que Dios ha hecho por nosotros. No es un consejo sobre cómo llegar a Dios. Dios ha venido al mundo en Jesucristo para traer una salvación que no podemos conseguir por nosotros mismos. El lo ha hecho todo en nuestro lugar (Isaías 53:4-10; 2 Corintios 5:21; Marcos 10:45). Esa noticia transforma personas y forma una nueva humanidad, haciendo de este mundo, finalmente, una nueva creación. Esto cambia nuestro corazón, nuestra vida y sociedad. Nos salva de la banalidad del mal.

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