Una buena conciencia

Si no hay enemigo más implacable que una mala conciencia, no hay amigo más dulce que una buena conciencia.

22 DE SEPTIEMBRE DE 2016 · 08:30

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Los calificativos bueno y malo son dos de las más corrientes en la lengua española (y en cualquier lengua), teniendo una gran diversidad de usos. Por ejemplo, en el sentido moral se emplean para distinguir lo que es correcto de lo que es incorrecto y decimos que tal acto es bueno o malo. También en la esfera cualitativa, para expresar la calidad, decimos que un producto es bueno o malo. Igualmente en el sentido físico hablamos de ponerse bueno para referirnos a la recuperación de la salud y ponerse malo para estar enfermo. Asimismo decimos en el aspecto dietético que cierto alimento está bueno si es agradable al paladar o malo si es desagradable. También empleamos esos calificativos para referirnos a los resultados prácticos que algo rinde, como una buena cosecha o una mala cosecha.

La palabra conciencia está compuesta de dos, con y ciencia, lo que literalmente significaría conocimiento compartido. La misma combinación hay en la lengua latina (conscĭentĭa, de cum, con, y scire, saber) y en la lengua griega (suneidesis, de sun, con, y eido, conocer). Ante esta composición de la palabra hay dos preguntas que vienen inmediatamente a la mente. La primera es: Si la conciencia es conocimiento ¿de qué clase de conocimiento se trata? La segunda es: Si es conocimiento compartido ¿con quién se comparte?

La respuesta a la primera pregunta sería que el conocimiento que nos proporciona la conciencia es de carácter moral, al distinguir entre el bien y el mal, siendo el órgano que nos permite discriminar entre ambas cosas. La respuesta a la segunda pregunta sería que ese conocimiento es compartido con uno mismo, al ser un movimiento por el que la conciencia comunica a la persona la impresión moral recibida. Es el yo que se desdobla en un sujeto activo que conoce y un sujeto pasivo que recibe el conocimiento.

De esto resulta que la conciencia es el monitor moral que evalúa nuestras acciones y por tanto se convierte en juez de las mismas, aprobándolas o desaprobándolas, por lo que puede ser un galardonador en el primer caso o un verdugo en el segundo. Si actúa como un verdugo se convierte en una fuerza desgarradora y en un tormento interior incompatible con la paz y la seguridad. La guerra interior que procede de una mala conciencia puede destruir al individuo, dado que no hay enemigo más implacable y al ser imposible huir de ella, porque donde vaya irá con él, el suplicio será insoportable. Es el fiscal que acusa ante el juez para que éste dé orden al verdugo. ‘Huye el impío sin que nadie le persiga1’ describe bien el estado de agitación en el que se encuentra el malo, asediado no por enemigos externos sino por la despiadada condenación interior que mana de su mala conciencia.

Una vía falsa para escapar de ella es sofocarla o amordazarla. Como la conciencia es un órgano de medición moral muy sensible, es factible trucarla para que no actúe ni condene, incluso ante los más execrables crímenes. Entonces se produce la cauterización de la conciencia o el endurecimiento de la misma. De este modo el transgresor piensa que al no recibir reprensión de ella se ha quitado el problema que le supone. Por eso la manida frase: ‘Tengo mi conciencia tranquila’, puede no ser más que palabrería sin contenido, pues es posible retorcer la conciencia hasta el punto de que aprueba lo malo y reprueba lo bueno. Claro que el hecho de manipular al tribunal de la conciencia es una solución falsa, porque más allá de ella existe un alto tribunal o Tribunal Supremo, al cual no se le puede falsear ni mangonear.

Por eso es absolutamente imprescindible tener una buena conciencia, puesto que si no hay enemigo más implacable que una mala conciencia, no hay amigo más dulce que una buena conciencia, la cual es fuente de confianza, reposo y fortaleza.

Pero al ser la buena conciencia un resultado, síguese que tiene que haber una premisa que sea su causa. Esa causa no reside en ninguna virtud natural del ser humano; tampoco en la educación ni en los intentos de reforma moral o religiosa que el hombre efectúa, dado que el punto de partida es defectuoso al haber un deterioro innato de la conciencia. ¿Cuál es, pues, la causa primaria que genera una buena conciencia?

La respuesta está en la siguiente declaración: ‘¿Cuánto más la sangre de Cristo… limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?’2 Así como lo muerto contamina, del mismo modo nuestra conciencia está contaminada por nuestras obras muertas. Y lo muerto no puede servir al Dios vivo, pues lo muerto y lo vivo son incompatibles. Lo que puede limpiar la conciencia de esa contaminación de lo muerto es el único detergente moral eficaz que existe, la sangre de Cristo, el remedio prescrito por Dios para tener una buena conciencia, que es una conciencia limpia.

 

1 Proverbios 28:1

2 Hebreos 9:14

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