La luz que lleva a Belén

Datos astronómicos encajan con el Evangelio de Mateo explicando cómo los magos pudieron ver la  “estrella” y seguirla por meses hasta Belén.

03 DE ENERO DE 2017 · 22:00

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Corría el año 1603 y más concretamente la noche del 17 de diciembre, cuando el astrónomo Kepler se hallaba sentado en el Hrasdchin de Praga observando la conjunción de dos planetas -Saturno y Júpiter- que se producía en la constelación de los Peces.

Mientras se afanaba por calcular sus posiciones, Kepler dio con un escrito del rabino Abarbanel en el que se afirmaba que el nacimiento del Mesías debía producirse precisamente en esas circunstancias cósmicas.

Dado que era cristiano, este dato llamó la atención de Kepler que no pudo dejar de preguntarse si el nacimiento de Jesús había tenido lugar en una fecha en que se hubiera producido un fenómeno similar.

Realizando sus cálculos astronómicos, Kepler descubrió que una conjunción semejante se había dado en el 6-7 a. de C. lo que le llevó a percatarse de que esa fecha encajaba a la perfección con los datos proporcionados por el Evangelio de Mateo ya que en este texto -el primero del Nuevo Testamento- se dice efectivamente que Jesús había nacido cuando aún reinaba Herodes el Grande.

Aún más exacto que Kepler fue en 1925, P. Schnabel. Entre otras labores, este erudito descifró unos escritos cuneiformes de la escuela de astrología de Sippar, en Babilonia. En ellos se hacía referencia a la mencionada conjunción en el 7 a. de C. y se indicaba que Júpiter y Saturno habían sido visibles durante un período de cinco meses.

Efectivamente, hacia el final de febrero del 7 a. de C. atravesaba el firmamento la constelación mencionada. El 12 de abril ambos planetas efectuaron su orto helíaco a una distancia de 8 grados de longitud en la constelación de los Peces. El 29 de mayo se vio durante dos horas la primera aproximación. La segunda conjunción tuvo lugar el 3 de octubre, el día del Yom Kippur judío o fiesta de la Expiación. El 4 de diciembre se vio por tercera y última vez.

Fue esta conjunción la vista por los magos -que no reyes- de los que habla el evangelio de Mateo, unos personajes que no practicaban las artes ocultas sino que pertenecían a la tribu meda del mismo nombre ya mencionada por Heródoto y que, al parecer, contaban con conocimientos astronómicos.

Una vez más, los datos encajaban con el Evangelio de san Mateo e incluso explicarían la manera en que los magos pudieron ver la denominada “estrella” y seguirla durante meses hasta llegar a Belén.

La misma se habría aparecido en diversas ocasiones - la primera llamando su atención, la última indicándoles donde estaba el niño. De esa manera, por lo tanto, Jesús habría nacido en mayo u octubre del 7 a. de C. - más verosímilmente en la primera fecha - y, como señala el primer libro del Nuevo Testamento, su nacimiento había venido acompañado de la visión de un astro en el cielo, astro rastreado por los magos.

Hoy quien se dirige a ustedes desea recordarles que estamos en los últimas días de la celebración de la Navidad. No lo hace por cuenta de unos grandes almacenes. Tampoco pretende incitarlos al consumo o a la borrachera que, lamentablemente, suelen caracterizar estas fiestas. Mucho menos quiere dedicar este artículo al tristísimo espectáculo de la política nacional y al no pocas veces sangriento de la internacional.

No. Quien ahora se dirige a ustedes desea detenerse en la Navidad y así es porque la Navidad nos permite recordar a alguien que derramó, derrama y derramará una luz muy superior a la del fenómeno astral que contemplaron hace más de dos mil años unos magos.

La Historia de la Humanidad sería totalmente distinta si Jesús no hubiera venido al mundo. Nuestra sociedad padecería los males típicos de la, por otros conceptos magnífica, cultura clásica.

La esclavitud, por ejemplo, seguiría siendo algo normal e incluso obligada porque, como señaló Aristóteles, algunos hombres nacen para ser esclavos.

Las mujeres continuarían casándose a los doce años –el límite de edad establecido en la ley de las Doce tablas– en matrimonios concertados y sufrirían una tasa de mortalidad superior a las de las naciones más atrasadas del actual Tercer mundo.

Los niños podrían ser abandonados por sus padres en el mismo momento de nacer si así convenía a la economía doméstica –y casi siempre le convenía cuando se trataba de la segunda niña– los enfermos serían abandonados en las cunetas por los propios parientes para facilitar su muerte rápida y evitar el contagio, y los ancianos… ah, los ancianos no pocas veces recibirían alguna forma de eutanasia para sacarlos de este mundo. Incluso en el seno del pueblo de Israel no sólo los ultra-ortodoxos sino todos seguirían rezando por las mañanas la fórmula que afirma: “Te doy gracias, Señor, porque no soy ni animal, ni mujer, ni gentil” marcando un muro de separación entre judíos y gentiles y entre hombres y mujeres que sólo el cristianismo logró derribar.

Entendámonos, sin haber nacido Jesús, seguramente, seguiríamos teniendo elecciones y se construirían calzadas, pero en medio de la tristeza típica de los clásicos que sólo cambió porque nació ese judío llamado Jesús. Y todo ello en el supuesto de que Roma hubiera resistido a los bárbaros, porque si, al final, godos o hunos hubieran prevalecido arrasando el imperio, nada nos habría llegado de la cultura clásica salvada por el cristianismo.

Tampoco habríamos conocido la fundación de la universidad en la Edad Media ni mucho menos los grandes aportes de la Reforma como una cultura bíblica del trabajo, la revolución científica del s. XVI, la doctrina contemporánea de los Derechos Humanos, la alfabetización generalizada, la erradicación de la mentira y del hurto como pecados veniales o la democracia moderna. Nada de eso tendríamos si Jesús no hubiera nacido. Y la prueba está en cómo brilla por su ausencia, en mayor o menor medida, en aquellos lugares donde no se escuchó el mensaje del Evangelio.

Por encima de todos esos logros innegables vinculados al cristianismo, por añadidura, millones de personas no habrían sabido a lo largo de estos dos milenios lo que es la paz de corazón ni conocido la esperanza en medio de las dificultades ni disfrutado la confianza serena en la vida tras la muerte ni experimentado el gozo del perdón que no deriva de rituales y ceremonias sino sólo del abrazo gratuito de Dios que únicamente puede ser recibido mediante la fe. Jesús ha sido la luz que lo ha hecho posible para millones de seres humanos.

Lo que hoy pretendo dejarles no es un simple recuerdo histórico. Se trata más bien de una reflexión y de una invitación. Las dirijo ambas:

- A todos aquellos que nos escuchan y nos leen.

- A los que no tienen voz.

- A los ancianos.

- A los enfermos.

- A los huérfanos.

- A los deprimidos.

- A los que se han visto obligados a abandonar su tierra.

- A los que están solos.

- A los que carecen de un empleo digno.

- A los que sufren.

- A los que no disponen de alguien que los escuche.

- A los que no ven futuro.

- A los que miran en torno suyo sin encontrar un rostro amigo.

- A los que lloran.

- A los que están lejos de su hogar.

- A todos ellos y a muchos más quiero hoy recordarles que:

La paz, la esperanza, la confianza, el perdón, todo eso –y más– se hallan a disposición de aquellos que abren sus corazones a Jesús a pesar de la crisis económica, de la desastrosas castas que padecemos o de la inseguridad relacionada con el futuro.

Los invito a alegrarse aunque parezca que no hay motivos. En realidad, los hay de sobra, siquiera porque en este 2017 que apenas lleva unosdías podemos darle gracias a Dios porque hace más de dos mil años nació Jesús y su luz ilumina al mundo sumido en las peores negruras.

Ahora mismo, en este mismo instante, está ahora llamándolos para que acepten su reconciliación y su abrazo de amor. No dejen pasar un día más para recibirlo. Hoy más que nunca… God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Actualidad - La luz que lleva a Belén