Las fotos de los muertos

En la era de la información vemos cosas todo el tiempo, en un bombardeo incesante, y eso nos afecta de la misma manera que si lo viéramos en persona, solo que no podemos actuar de ninguna manera.

23 DE NOVIEMBRE DE 2015 · 11:18

Redacción de prensa escrita. / Wikipedia,medios de comunicacion fotografia
Redacción de prensa escrita. / Wikipedia

“…pues tú no abandonarás mi alma en el Seol, ni permitirás a tu Santo ver corrupción”.

Salmo 16:10, LBLA

El mundo, en esencia, no ha cambiado mucho. Aparte del calentamiento global y de la pérdida de los entornos naturales, el ser humano sigue siendo el mismo. Cometemos las mismas barbaridades que cuando vivíamos en cavernas, y caemos en las mismas guerras una y otra vez. En eso consiste, en parte, el pecado del mundo, en que por si solo el pecado no se diluye ni se difumina, sino que persiste y se expande de generación en generación. Sin embargo, no percibimos esta realidad así en nuestro siglo XXI. Para nosotros las cosas están peor que nunca.

De hecho, hay cosas que están peor que nunca, pero otras no las percibimos como mejores, aunque lo sean. Siempre habrá alguien que te diga, cargado de amargura o de autorazones (una palabra que me he inventado para aquellos que son sabios en su propia opinión, que hay muchos sueltos últimamente) que todo está mal, que todo es horrible, y ni se te ocurra mencionar los avances en medicina ni en agricultura, por ejemplo, o en ciertos derechos sociales de los que todos nos beneficiamos. Si lo pensamos bien, no todo tiempo pasado fue mejor. De hecho, eso es un sesgo cognitivo, una mentira que siempre tendemos a creer (ya sabéis, por lo de la corrupción del pecado). La única diferencia es que ahora somos más conscientes de la realidad y del mal. Es la consecuencia de vivir en la era de las comunicaciones y las redes sociales. Por ejemplo, ahora no mueren más mujeres a manos de sus parejas que hace cincuenta o cien años, pero ahora somos conscientes de que esos asesinatos no son uno más, que tienen un nombre y unas características diferentes al resto de la violencia social. Le ponemos otro nombre y lo percibimos con más claridad. Esto es bueno; pero, al mismo tiempo, a nuestra mente le da la sensación de que hay más muertes por violencia de género que nunca. Nuestro cerebro no está acostumbrado aún a la era de la información. Hace un año escribí un artículo donde lo explicaba.

Todo esto nos afecta de una manera real, palpable y cotidiana. Todos caemos en esto, y la única manera de no caer en el error es buscar constantemente la sabiduría que viene de Dios y que nos permite observar el mundo desde sus ojos (Proverbios 1:1-7, Santiago 1:5, Salmo 90:12, por ejemplo). Y sin embargo, en el día a día, en el levantarnos, lavarnos la cara, sentarnos a desayunar, abrir el Facebook o el Twitter, o poner las noticias de la televisión, esta sabiduría nos queda lejísimos. Es como un ente abstracto del que apenas conocemos una sombra. Sin esa sabiduría de Dios, nuestra vida cristiana no puede brillar ni diferenciarse de la vida de cualquier otro. Jesús era tan deslumbrante porque, entre otras cosas, todo el mundo reconocía que era un tipo extrañamente sabio, un rabí a pesar de no haber recibido instrucción oficial. Nosotros aspiramos a ser como él, pero anulamos esa convicción con nuestros actos.

Me refiero, principalmente, a las fotos de los muertos que se comparten en redes sociales y se replican de muro en muro convencidos de que, como eso nos ha provocado una emoción, es útil. Como nos ha horrorizado, nos conciencia, decimos, y le atribuimos a la concienciación un valor del que siempre ha carecido.

La concienciación es un invento moderno. La propia palabra concienciar es un neologismo del que no he conseguido encontrar muestras más allá de los años 80. Significa hacer que alguien sea consciente de algo, pero esa conciencia no es más que una condición pasiva que sucede dentro de nuestras mentes, como la propia palabra se define.

Es decir: tomar conciencia de una realidad, en realidad, no sirve para solucionar esa situación. Solo sirve para que nosotros sepamos que existe. Y eso nos hace daño. Como explicaba en uno de los apartados del artículo que os remití antes, estamos programados para actuar en consecuencia a una situación. Nuestra reacción al ver un fuego es correr a apagarlo; si vemos una tarántula, instintivamente nos apartaremos de ella. Pero en la era de la información vemos cosas todo el tiempo, en un bombardeo incesante, y eso nos afecta de la misma manera que si lo viéramos en persona, solo que no podemos actuar de ninguna manera. Ese ímpetu por hacer algo se nos queda dentro y se enquista. En algunos, provoca una parálisis permanente, una incapacidad para empatizar (¿por qué hoy en día hay más psicópatas que nunca?); en otros genera estrés, una culpa interior y constante sobre todas las cosas. Esa es la esencia de la concienciación, y por eso no me gusta. Me gusta la gente que anima a otra gente a hacer algo. Me gustan las campañas que recogen alimentos, o juguetes, o ropa. Me encantan los voluntarios. Pero el compartir una imagen de personas muertas en Facebook no tienen nada que ver con eso.

No estoy diciendo que no se informe de la realidad, pero se puede hacer de muchas maneras. Recibes la misma clase de información sobre un ataque a una iglesia de Irak leyendo o escuchando lo que ha pasado que viendo una fotografía de cadáveres descuartizados. Sí, el impacto no es el mismo, y en eso los que me lleváis la contraria tenéis razón. Aunque, ¿cómo sabemos que ese impacto será bueno? ¿Cómo sabemos que ese impacto servirá para conseguir nuestro fin y no servirá para ayudar a los malvados?

En estos días en que se nos habla tanto de la realidad del terrorismo que nos acecha, debemos entender que los terroristas no quieren solamente matarnos: quieren aterrorizarnos. Y, si os fijáis, en el comunicado del jefe del Daesh en el que reconocía los atentados de París se decía que iban a atacar Occidente hasta que tuviésemos miedo de ir al mercado. Es decir, lo importante del terrorismo es precisamente el terror, la verdadera arma para conseguir sus objetivos, no las bombas ni las balas. Y ese terror se consigue de muchas maneras. Una de ellas, compartiendo imágenes y videos que provocan una reacción física de rechazo en nuestras mentes. ¿Por qué si no estos terroristas le habrían dedicado tanto tiempo y esfuerzo a registrar sus matanzas? Si buscasen los muertos, los hubieran matado y listo, igual que se han perpetrado cientos de genocidios y asesinatos en masa a lo largo de la historia sin que quedase apenas constancia de ello. Pero allí estaban, con medios tecnológicos muy profesionales, registrando en fotografías y videos lo que estaba pasando. Porque el arma definitiva no es la muerte, sino el terror.

Cuando nosotros compartimos las fotografías de los cadáveres, o de los abusos (el otro día me topé con un video en Facebook de un hombre pateando a un bebé en el suelo, y te decían que el bebé era cristiano y el hombre de ISIS, pero lo mismo podría haber sido cualquier otra cosa, cuya autenticidad no tenemos manera de averiguar), ¿creéis que vamos a ser más conscientes del mal en el mundo que antes de ver el video? No, solamente sentiremos pero, porque somos humanos, porque tenemos empatía; porque tenemos hijos, y estas cosas nos traspasan. No podemos ir contra ellos, que sería nuestra reacción natural. Ya no podemos defender a los indefensos, que sería lo más humano. Entonces, de forma impulsiva, hacemos clic en “compartir”.

Lo mismo ocurre con las imágenes de accidentes o desastres naturales. No pretendo negar la evidencia de que los muertos existan, pero ver un cadáver tiene un efecto muy brutal en nuestros cerebros. En realidad, cuando se comparten esas imágenes de parte de los medios de comunicación (como cuando el tsunami de Japón), no se está buscando informar, sino impactar. Ese impacto emocional ralentiza nuestro razonamiento. Y al ralentizarnos, no cambiamos de canal, sino que nos quedamos mirando hasta que llega el momento de la publicidad. Un truco publicitario maravilloso. Nunca nos hemos parado a pensarlo de esa manera.

Yendo más allá, ¿y si os dijera que la Biblia dice algo muy específico al respecto? ¿Y si la Biblia nos hablase del mal que nos hace compartir esas imágenes de brutalidad y horror?

Me gustaría que leyerais el Salmo 16, y en este enlace os lo comparto en la versión La Biblia de las Américas porque en este caso tiene una traducción muy cercana al original.

Todo este Salmo habla de las bendiciones que conlleva el buscar al Señor y seguir sus caminos. Es un salmo donde a partir del versículo 5 se habla de la realidad que deben vivir aquellos que son “los santos”. El Señor nos aconseja, nos instruye por medio de sueños; nos hace permanecer firmes, tenemos alegría interior y seguridad física y, atención, no nos permitirá conocer la muerte ni la corrupción, sino que nos enseñará el camino de la vida.

Parece todo muy poético y muy idílico, pero lo cierto es que este Salmo está hablando de cómo debe ser la vida de los hijos de Dios, a qué debemos aspirar de forma práctica y cotidiana. En qué tabla nos debemos medir. Habla de cosas que son buenas para el ser humano, bendiciones en la tierra. Y una de ellas, una importante, es no conocer la muerte ni ver corrupción.

¿Se refiere a que no moriremos? En absoluto. Se refiere a que el ideal que Dios nos ofrece es no ser testigos del horror de la muerte. Hay razones científicas, sociales y antropológicas para creer que esto es muy importante. Pensad por un momento en los atentados de Madrid del 11-M o en los atentados de París de estas semanas atrás; una de las primeras cosas que hizo la gente fue lanzar sábanas desde las casas para tapar los cadáveres. ¿Por qué razón? No solo por no ver el horror de la muerte, sino por preservar la dignidad del fallecido y de los seres queridos del fallecido. Yo lo pienso, y si alguien a quien yo quiero mucho muriese de esa manera, no querría que su cuerpo reventado quedase a la vista de cualquiera. Porque incluso en la muerte, esa persona ha sido creada a imagen de Dios, y tiene una dignidad innata, y nosotros percibimos aun de una manera residual esa dignidad. Quizá ahora no sea más que un trozo de carne, pero ha sido una vida amada, un hijo de alguien. No podemos olvidar que toda vida humana tiene un valor y se merece un respeto. Si lo entendemos de tal manera que defendemos a los inocentes, intentamos salvar a los bebés abortados y nos ofendemos ante las grabaciones de asesinatos de los terroristas, ¿por qué compartimos la imagen de un niño muerto en Siria, o uno ahogado en una playa? ¿Por qué compartimos las imágenes de los fusilamientos, de los cadáveres en las cunetas? Si yo viera esa foto solo una vez en un medio de comunicación sensato y equilibrado, donde se analizase seriamente qué está pasando, tendría el mismo efecto sobre mí que verlo repetido decenas y decenas de veces en los muros de las redes sociales. Decís que sirve para concienciar, pero no es verdad.

Me he parado a analizar el original hebreo del versículo 16. Tiene una estructura paralela muy bonita, pero lo importante son las palabras y su significado.

“Tú no abandonarás mi alma en el Seol”; para David, que escribió este versículo, el Seol tiene un sentido muy diferente al cielo o al infierno cristianos. El Seol es el sitio donde van todos los muertos; es un lugar, es la muerte en sí misma. Después, con el paso de los siglos, según se fue entendiendo la función del Mesías, se pasó a entender que ese lugar de los muertos tiene dos apartados diferentes, lo que nosotros conocemos como paraíso e infierno. Pero en realidad este concepto antiguo de Seol tampoco nos resulta ajeno. Nosotros tenemos la esperanza, la fe y la convicción de que nuestros muertos van a la presencia de Dios, pero lo único que sabemos es que van a otro lugar, que ya no están aquí. Ese otro lugar es el Seol, sin entrar en especificaciones. Y todos huimos de ese otro lugar cuya idea nos incomoda y nos entristece. La muerte es consecuencia del pecado, y por mucho que sepamos que todos moriremos, nos cuesta la vida misma comprenderlo. Cuando alguien muere de vejez, al menos tenemos el consuelo de que vivió su vida, pero la muerte es la misma en cualquier otra circunstancia y tiene la misma capacidad de arrancarnos de la rutina para llevarnos a ese lugar incómodo en el que percibimos nuestra transitoriedad. Este Salmo no dice que los hijos de Dios nunca sufrirán la muerte, sino que Dios no nos va a abandonar a la muerte. La palabra hebrea que significa “abandonar”, azab, es un verbo activo. O sea, que Dios tiene la capacidad de hacerlo, pero no lo hará con nosotros.

La otra parte del versículo es la más importante. Recordemos la vida que llevó David, la persecución, la guerra constante. Y sin embargo David, como buen hijo de Dios, sabe que no hemos sido creados para presenciar eso. La traducción más literal que se me ocurre a mí es esta: “No permitirás a tu fiel ver la ruina”. Pero me voy a detener un momento en esa ruina, porque no creo que sea la traducción más adecuada. Corrupción, como pone en nuestras versiones, se le acerca; sin embargo, debemos comprender a qué corrupción se refiere. La palabra hebrea, sajat, tiene una historia larga, y es posible que sea un palabra proveniente del hebreo arcaico. En sentido clásico significa hoyo, trampa, tumba. Como suele pasar en hebreo, tiene un verbo asociado a sus tres consonantes, y ese verbo nos ofrece mucha más información acerca del significado básico de la raíz. En los textos primitivos viene a significar la pérdida concreta de un bien preciado, y en los textos más modernos tiene la noción de arruinar, dañar, mutilar. Lo que el Salmo nos está diciendo es que la idea de Dios es que sus hijos no tengan que ver muertos ni mutilados, la sangre y la ruina de la muerte. No como un buen deseo y ya está, sino porque el Dios que nos ha creado sabe que no tenemos capacidad de gestionar esa visión. Esa corrupción es consecuencia del pecado, y la idea de Dios ha sido siempre librarnos de él.

Presenciar un hecho así de horrible en algún momento de tu vida conlleva una recuperación. Debemos apartar un tiempo para aprender a entenderlo y superarlo. Y sin embargo, pretendemos creer que es bueno estar viendo esas imágenes de manera habitual, como si nada.

Si el ser humano parece dormido, si parece que no despierta ni reacciona ante el mal, no va a despertar compartiendo una imagen en nuestro muro. Lo cierto es que de lo que nos estamos quejando es de que esas personas ignoren estos hechos porque son necias. Porque les falta sabiduría; ya sabemos que la sabiduría viene de Dios, no de la concienciación. Mientras tanto, mientras sigamos compartiendo estas imágenes sin pararnos a reflexionar antes de hacerlo (y me refiero solo a las imágenes de los cadáveres, al exceso de replicación, no a la información seria y necesaria), no servimos al bien de Dios, ni del reino. Ni siquiera servimos a nuestro propio bien.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Amor y contexto - Las fotos de los muertos