De despreciada a hermosa y perfecta

Sólo el Señor tuvo misericordia. Pasó junto a mí y se fijó en mi insignificante presencia solitaria. Se dio cuenta del abandono en que me hallaba y se llenó de compasión.

02 DE MAYO DE 2013 · 22:00

,
Pobre nací. Pobres fueron mi padre y mi madre. La noche señalada, aquella en que broté a la vida, no me atendieron con los cuidados que una recién nacida precisa. No quisieron anudar mi cordón umbilical, tampoco bañarme. No hubo ropa adecuada para mí, ni ungüentos especiales empaparon mis indefensas carnes. Mi madre me desechó como a ser impuro, huyó enseguida sin importarle cuál sería mi suerte. Mi padre nunca me reconoció como suya, ni se preocupó en venir a buscarme. Alguien tan pequeña como yo era, a todos desagradaba. Entré a formar parte de la vida sin existir para los otros. Nadie me quería. Parecía que nadie oía mi llanto de súplica. A nadie le importaba mi desnudez, mi frío y mi hambre. Sólo el Señor me tuvo misericordia. Caminaba cerca. Al pasar junto a mí me miró, se fijó en mi insignificante presencia solitaria. Se dio cuenta del abandono en que me hallaba y se llenó de compasión. Apostó por mí, por mi savia. Conmovido dio orden a mi alma para que no me abandonase. Me procuró alimento adecuado. Me protegió con su poder. Y pasó el tiempo. Como si mis males hubiesen desaparecido, crecí como los bien nacidos. Sí, crecí. Mi cuerpo de mujer se fue desarrollando. Mi cintura tomó forma y mis caderas se ensancharon. Crecieron mis pechos. Se estilizó mi figura. Me sentí plena de gozo al ver en lo que me había convertido. Comprobar en el remanso del río lo que era, mujer llena, me trajo ilusiones desconocidas. Pero el reflejo de mi ser en el agua clara, mostró además mi desnudez y mi soledad. Reflexionaba sobre esto y fue entonces cuando regresaste. Tú regresas siempre en el momento oportuno. Me miraste de nuevo con tu especial manera. Te diste cuenta de que me hallaba en tiempo de amores y que me encontraba aún desamparada y sola. Tu manto cubrió mi piel joven. Me hablaste con palabras dulces y cariñosas. Me alentaste. Quisiste oír una promesa de mis labios, escuchar que sería tuya. Lo fui. Yo tuya y tú mío. Me cuidaste con mimos, como si fuese una criatura pequeña e indefensa. Purificaste mi cuerpo. Perfumaste mi ser con aromas deliciosos. De tus alforjas sacaste un vestido de alegres colores y cubriste mis pies con calzado fino. Me ataviaste con especial encanto: un collar, pulseras y pendientes. Todo parecía estar hecho a mi medida. Me sentí completa. La felicidad que me proporcionó tu compañía era muy grande. Lo es todavía. Aquellos que en otro tiempo me despreciaron se vieron obligados a reconocer la belleza y los dones que me regalaste. Me respetaron. Fui hermosa y perfecta por el encanto con que me adornaste. Tú, Señor, lo hiciste, lo haces todo. (Paráfrasis personal de Ezequiel 16, 3-14)

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Tus ojos abiertos - De despreciada a hermosa y perfecta