El ostracismo de lo políticamente correcto

Lo políticamente correcto está por encima de las opiniones partidistas ideológicas y consiste en ciertas señas de identidad que una sociedad asumie como propias.

03 DE DICIEMBRE DE 2014 · 22:50

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En la Atenas del siglo V a.C. existió una institución política denominada ostracismo, mediante la cual alguien que desempeñaba un puesto en la administración del Estado y a quien se consideraba una amenaza o peligro podía ser destituido de su cargo y desterrado durante diez años. Para ello se hacía una votación entre los ciudadanos, a los que se pedía que escribieran el nombre de la persona que deseaban reprobar en un óstracon  (trozo de teja, de ahí ostracismo). Si el número de votos era lo suficientemente elevado coincidiendo en un nombre, tal persona sufría el ostracismo. Naturalmente este mecanismo podía dar origen a abusos y arbitrariedades, pudiendo ser un método para destruir a un adversario sin que hubiera otras razones más que las personales.

A distinción de los delitos penales, la causa del ostracismo podría categorizarse como un "pecado social", algo que la comunidad mayoritariamente condena, pero que no está incluido dentro del código penal. Es decir, que hay actitudes o pronunciamientos que reciben el rechazo en conjunto de una sociedad determinada en un momento dado.

Todas las sociedades de cualquier tiempo han mantenido, aunque aplicándola de otra manera, la costumbre del ostracismo, al condenar a individuos a la exclusión social por no concordar con un sentimiento mayoritario. En nuestro tiempo se ha inventado una expresión para definir los cánones aprobados y establecidos que hay que respetar para no ser acusado de "pecado social". Se trata del término "políticamente correcto". Si alguien dice o hace algo políticamente incorrecto automáticamente cae bajo sospecha y ha de prepararse para experimentar las consecuencias de su transgresión.

Lo políticamente correcto está por encima de las opiniones partidistas ideológicas y consiste en ciertas señas de identidad que una sociedad ha asumido como propias. Se trata del espíritu dominante en una época específica, el cual tiene tal hegemonía que atreverse a contradecirlo sólo puede conllevar problemas, siendo uno de los principales el repudio y el estigma, que es el castigo por el pecado social cometido, una especie de sambenito que se le cuelga al transgresor.

Los medios de comunicación, por activa y por pasiva, son los agentes ejecutores de la condena. Por activa, porque dada su abrumadora capacidad de influencia, pueden modelar la mentalidad mayoritaria en favor de las tesis políticamente correctas. Por pasiva, porque al culpable se le ningunea, como ahora se dice, tratándosele como si no existiera, al no dar cabida a su idea o denostarla sin más en los grandes foros de discusión.

Como nadie quiere pasar por ese trago, es por lo que, por encima de todo, hay que tratar de estar a bien con las proposiciones consideradas políticamente correctas. El peso de la opinión pública es tan sobremanera considerable y la corriente tan fuerte, que hay que tener muy claro qué es lo que se cree y por qué, para atreverse a ser un contradictor. Y también por supuesto para estar dispuesto a proclamarlo, a pesar del ostracismo que sobrevendrá sobre el osado infractor.

Históricamente, en su primera etapa, el cristianismo sufrió este ostracismo social, pues en los primeros siglos de su existencia el rechazo no estaba basado tanto en una codificación penal definida en su contra (no existía el delito de ser cristiano de la manera que existía el de asesino o ladrón), sino en la constatación de que dicha creencia representaba lo políticamente incorrecto. Es decir, era una doctrina que no se ajustaba a lo imperante y que rompía los moldes establecidos por el paganismo, de ahí las acusaciones de ateísmo (sacrilegium) y traición (majestas). Y así fue como el rechazo u ostracismo social terminó derivando en persecución.

Me parece que actualmente la historia se va a repetir en este sentido, pues al moderno avivamiento del paganismo le sigue lógicamente la inclusión del cristianismo entre lo que es políticamente incorrecto.

Hay dos alternativas en esta coyuntura: Una es adaptarse a los nuevos tiempos e intentar sobrevivir y ser aceptado sin experimentar consecuencias dañinas, aun cuando eso signifique tener que modificar postulados esenciales; la otra es retener las señas distintivas al precio que sea, incluido el ostracismo y tal vez la persecución. Aunque seguramente habrá quienes opten por una tercera: Intentar nadar y guardar la ropa. Tres categorías que siempre han estado ahí y siempre lo estarán.

Pero lo que verdaderamente hay que calibrar no es si estoy cometiendo un pecado social al ser políticamente incorrecto, sino si estoy cometiendo un pecado ante Dios.

Porque en definitiva esto último es lo que debe importarme, ya que hay pecados sociales que no lo son ante Dios y, viceversa, hay virtudes sociales que son abominación ante sus ojos.

Al cristiano no es lo políticamente correcto lo que debe preocuparle sino lo teológicamente correcto, entendiendo por lo segundo aquello que Dios aprueba.

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