Una criatura microscópica es capaz de poner en aprietos a un gobierno y lo pequeño e ínfimo se convierte en enemigo letal de lo grande y magnífico.
El reciente caso de aparición en España de una persona contagiada por ébola ha desatado todas las alarmas. Pero como ocurre siempre que surge una dificultad, el problema se presta para una reflexión sobre nuestros fundamentos y creencias.
En primer lugar resulta paradójico que algo tan infinitesimal pueda poner en jaque a toda una sociedad tan sofisticada y desarrollada como la nuestra. No hace falta la amenaza de una gran catástrofe de los agentes naturales desatados, ni el peligro de un poderoso enemigo externo que viene a atacarnos. Basta con algo que a simple vista no se ve para que, de pronto, sintamos que somos totalmente vulnerables, a pesar de todos nuestros medios, avances y logros. ¡Qué ironía! Una criatura microscópica es capaz de poner en aprietos a un gobierno y lo pequeño e ínfimo se convierte en enemigo letal de lo grande y magnífico. Que pueda serlo para sociedades tan frágiles como las africanas es entendible, pero que lo sea para la nuestra resulta incomprensible. A menos que, en realidad, lo que estimábamos tan seguro y excelente no lo sea tanto.
Cuando leemos acerca de los hombres y mujeres medievales no podemos evitar un rictus de sarcasmo a causa de sus complejos, temores, supersticiones y creencias. Cuando se desató la Peste Negra en Europa allá por el año 1348 también se desató un pánico generalizado en todos los estamentos de la sociedad; pero el terror era comprensible, si tenemos en cuenta que la temible plaga acabó con la tercera parte de la población de Europa en el curso de cinco años. Me pregunto qué ocurriría si el ébola matara ahora no a la tercera parte de la población europea, sino solamente a unos pocos cientos de personas.
¿Cómo es posible que nuestras amadas divinidades seculares, la ciencia y la tecnología, no nos proporcionen la inmunidad absoluta que garantice nuestra seguridad en los momentos de incertidumbre, con toda la pleitesía, tributo y adoración que les rendimos? ¿Es que no les parece bastante nuestra entrega y alabanza? Y si ellas no tienen la culpa de este despropósito, ¿a quién habrá que llevar a los tribunales por esta inadmisible grieta que pone en riesgo el mundo perfecto en el que creíamos vivir? Porque la salud es un derecho, no lo olvidemos. Pero he aquí que algo casi intangible se ha atrevido a desafiar ese postulado sagrado, haciéndonos sentir que aun con todos nuestros recursos, el mundo que hemos fabricado puede ser tan frágil como una pompa de jabón. Y por tanto este ébola, que se ha colado en nuestro medio, es el enemigo número uno a batir, aunque de momento sólo haya podido contagiar a una persona. Pero eso es más de lo que se puede soportar, porque a fin de cuentas supone que no somos tan diferentes de los africanos ni de los antiguos europeos.
Hasta ahora la palabra ébola sólo tenía resonancias malignas, pero lejanas, porque estaba circunscrito a África. Si allí había matado a unos miles de personas el asunto no nos preocupaba demasiado, porque mientras no llegara a nuestro entorno se trataba de una más de las recurrentes desgracias que desgarran a ese continente; nosotros tranquilos mientras tanto, subidos en nuestro carro de heno del consumo y el confort, embriagados por nuestras conquistas y posición. Pero ha bastado un caso, un solo caso, para que de pronto la psicosis y obsesión enfermiza, propias de aquella atrasada Edad Media, se hayan apoderado de nosotros, sofisticados contemporáneos del siglo XXI.
Los juglares, poetas y flagelantes medievales eran los narradores y cronistas entre la población de las calamidades que la pavorosa peste estaba produciendo y para encontrar sus causas apelaban a la moral, al juicio divino y al inminente fin del mundo. Nuestros medios de comunicación, los actuales narradores y cronistas del ébola, especulan y disertan, buscando ávidamente la imagen, el gesto o la declaración que tenga la mayor repercusión. Por descontado, todo lo que tenga que ver con lo moral o lo espiritual para explicar lo sucedido está, por definición, ahora, mañana y siempre, desterrado definitivamente, pues significaría imaginar una culpa que a estas alturas supondría poner en entredicho los fundamentos sobre los que hemos construido nuestra estructura social. Nosotros hemos superado esas cosas. Pero si todo se circunscribe a lo físico ¿cómo es que lo físico traspasa sus fronteras y se mete en nuestra psique, en los repliegues de nuestra alma colectiva, perturbándonos hasta convertirse en un fantasma que nos obsesiona?
¡Cuántas pretensiones humilladas! ¡Qué de jactancias pulverizadas en un santiamén! Al final vivimos pendientes de las noticias que llegan de un hospital y mientras tanto, cruzamos los dedos, tocamos madera y apelamos a la suerte, para que el minúsculo virus no nos ponga más en evidencia de lo que ya nos ha puesto.
Hace casi dos mil años alguien escribió sobre la diferencia entre las cosas movibles y las inconmoviblesi. Las primeras están sujetas a sacudida, zarandeo y desaparición, aunque parezcan muy sólidas. Las segundas son las que permanecerán, aunque parezcan irreales.
i Hebreos 12:27
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