Morir un poco cada día

Para vivir he de morir.

09 DE SEPTIEMBRE DE 2010 · 22:00

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Morir a la envidia que amilana el alma y lo hace a uno un ser más vil. Morir a la prisa traicionera que deja con la palabra en la boca a los más necesitados y deseosos de ser oídos. Morir a la congoja que se adueña del corazón y anidando en él lo desgasta hasta convertirlo en un órgano insensible. Morir al desaliento, al desánimo, a la pereza, acciones que merman las ganas de trabajar en pos de un mundo más acogedor. Cada vez que muero a la banalidad de la vida, resurgen fuerzas para explorar nuevos horizontes. Veo con un claridad sorprendente el resurgir de la vida en su más pletórica esencia, animosa y sencilla, carente de asperezas, simplemente viva. Morir al hedonismo proliferante en nuestra sociedad de continuas miradas al ombligo propio. Morir a la permanente maledicencia que alborota la mente y la convierte en una jauría de pensamientos salvajes. Morir a la hipocresía que disfraza lo auténtico con un atavío sutil de mentiras que algunos creen. Morir para poder nacer. Nacer a la bondad, haciendo una reverencia a la generosa oportunidad que otorga el nuevo día. Saludar con entusiasmo y sin fingimiento, dándole la bienvenida a las cosas hermosas escondidas en los corazones de quienes pasan ante mí. Entonar canciones nuevas y permitir que mi canción sea una clara melodía que rasgue el silencio. Nacer al amor, a la paciente espera, a la mano extendida, a la arremangada camisa, a la voz quebrada, a la emoción contagiosa, al enjugar lágrimas ajenas, al beso y la caricia. Nacer para Dios con el firme propósito de serle útil.

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